Periódicamente, dos veces al año al menos, los medios de comunicación en su conjunto se escandalizan por la violencia que sufren las mujeres. Se llenan en tales ocasiones de estadísticas que pretenden que oyentes, espectadores o lectores se den cuenta de la magnitud del problema. Pero ninguno, o casi ninguno, justo es señalarlo, dice a continuación que las estadísticas oficiales al respecto sufren un maquillaje que no es precisamente el de la señorita Pepis. Tal vez porque si supiéramos las cifras auténticas tendríamos que asumir la enorme hipocresía de quien se da golpes de pecho por marzo y noviembre y los tolera el resto del año. Incluso no falta quién se ufane de que, a pesar de las terribles noticias diarias, estamos mejor que tal o cual país y no ocupamos tan mal lugar en no sé qué rankings. Se dejar caer así un velo de exculpación sobre el conjunto de la sociedad y se culpabiliza solo a los asesinos eximiendo a los cómplices. Entre los que, de paso sea dicho, están muchos de los que, tras el lamento farsante, se aplican con vehemencia –ya saben, la crisis- a clausurar centros de atención a las mujeres, eliminar encubierta o explícitamente programas contra la violencia machista o reducir casi a la mitad el presupuesto en materia de igualdad.
Dicen que sobre la cuestión tenemos una legislación avanzada y seguro que es verdad. Pero no lo es menos que hay una continua confusión entre violencia machista, violencia de género y violencia doméstica que, o no sabemos, o no queremos deshacer. Que la antropología y sociología del pasado siglo propiciaran una categoría relacional -“género”- con sus connotaciones de construcción psicosocial y cultural, permitiendo que se redujera una visión del cuerpo de las mujeres que se centraba exclusivamente en el “sexo” biologizado y que, por ser amables, podríamos llamar “medicalizada”, fue avance. Pero insuficiente. Insuficiente porque la confusión antes referida impide un tratamiento integral del problema. La identificación de la violencia machista y la violencia de género (que no son lo mismo pero se aproximan) con la violencia doméstica (que es relativamente diferente) permite maquillar, como decía más arriba, las cifras para redondearlas en cifras insoportables pero, paradójicamente, asumibles. Y ello porque dentro de esa categoría no entran cientos de muertes que cada año se producen. Si una mujer que ha sufrido violencia de manera sistemática durante años, se suicida por no aguantar más –y dicen las cifras que seis de cada diez lo intenta-, eso no es, según las estadísticas violencia de género sino “muerte por otras causas”. Si un hombre mata a una prostituta a la que ha contratado, eso no es, en la misma contabilidad, violencia de género, sino homicidio. Aunque no haya contratación de por medio, cualquier asesinato de mujeres que se produzca en una “relación casual” no es, según las estadísticas, violencia de género porque no media la estabilidad que ese concepto presupone en una relación de pareja. Como tampoco es violencia de género que un varón mate a una compañera de trabajo salvo que se pueda probar que tenían una “relación” sentimental estable. Así es que contamos aterrados sin ser plenamente conscientes de que nos dejamos fuera de la cuenta una gran mayoría de muertes (el número de mujeres que se suicidan anualmente multiplica por 10 el de las que mueren por violencia de género y, un elevado porcentaje, no sabemos cuál, lo hace por haberla sufrido.) Así pues, si queremos evitar que lo intolerable sea tolerado, va siendo hora de que la Ley Integral de Violencia de Género, en lugar de acotarse, se haga de verdad integral ampliándose para incluir cualquier violencia contra las mujeres sin limitarse a aquella que se sufre dentro del hogar o en "relaciones estables". La violencia machista es mucho más amplia que la violencia doméstica, pero parece que se quieren confundir una y otra porque, da la impresión, de que algunos les preocupa más la posible desestabilización de la institución familiar que lo que realmente les ocurra a las mujeres.
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