"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

lunes, 16 de junio de 2014

LA RESISTENCIA

La irrupción de nuevas formas de hacer política –o no tan nuevas porque las elecciones son bien antiguas-, ha generado una pléyade de expertos que recorren las tertulias televisivas realizando prolijos análisis sobre las resistencias al poder y sus efectos. Y bien está que tales análisis asalten la cotidianeidad porque, en última instancia, como sugiriera Lila Abu-Lughod, la utilización de los mecanismos de resistencia como diagnóstico para analizar el poder permite, igualmente, apreciar la existencia de cambios históricos en las formas concretas en que ese poder se expresa. Es decir, que si hay cambios en las formas en que se expresa la resistencia al poder es, básicamente, porque éste ha cambiado su forma de operar. Y esto, como poco, lo sabemos etnográficamente desde que hace 25 años Lila Abu-Lughod escribiera “El romance de la resistencia: el rastreo de las transformaciones del poder a través de las mujeres beduinas” para analizar los estudios sobre la resistencia en las teorías sobre el poder. Partiendo de la expresión de Foucault según la cual “allí donde está el poder, está la resistencia”, esta antropóloga americana de la Universidad de Columbia, de ancestros judíos y palestinos, propuso, tras años de trabajo de campo entre las beduinas egipcias, que el poder es por definición represivo pero la resistencia no puede considerarse como algo externo al mismo. O dicho de otro modo: las formas de resistencia no pueden discurrir al margen y de manera independiente de los sistemas de poder. Y eso es algo que deben saber quienes dicen, desde espacios de poder, no querer saber nada del mentado poder.
Ahora bien, algunos de esos tertulianos citados parecen no haberse percatado de lo que ya planteara Michael Herzfeld al desarrollar su teoría sobre la “intimidad política”. A saber, que el que actores inexpertos en política –aunque tengan éxitos electorales- atribuyan al “sistema”  o a un sucedáneo suyo de nombre más comercial la culpabilidad de que todo vaya mal, sirve fundamentalmente para reforzar el poder de éste. No se llega, en todo caso, a esas disonancias tan en boga en nuestros días –ya se sabe, “yo no soy racista, pero…”, “yo no soy machista, pero…”, “yo no soy monárquico, pero…”, que indefectiblemente concluyen cambiando la forma de pensar para ajustarla a la de actuar. Esas disonancias que asumen por lo demás que la coherencia está sobrevalorada y que más vale seguir actuando como se ha hecho siempre, aunque se piense lo contrario. Tantos son los ejemplos en la política nacional y, cómo no, en la local, que para qué traerlos a colación si aquí vale más la exaltación del postmoderno evento que intentar la armonía entre ser, pensar y actuar.
Lo que sí hacen, sin querer o sin saber, al exagerar la capacidad de resistencia  de los desposeídos y los éxitos que obtienen, posiblemente como remedo sustitutivo de  postromántico  socialismo (no de partido, of course), es, ya lo explicó Mathew Gutmann,  limitar la capacidad de actuación de los genuinamente débiles a los que se excluye por no tener supuestamente conciencia política o tener una “falsa conciencia”. Menos mal que Walter Benjamin se acordó de que también el lumpen, el oscurecido y el marginado, es  sujeto de la historia, aunque carezca del poder de producir. A fin de cuentas, como nos enseño Hegel, la historia, con mayúscula, no es más que el altar en que son sacrificados los otros. Y eso es algo que hay que tener en cuenta si se quiere cuestionar un sistema que ha hecho de la producción industrial de la pobreza un rasgo distintivo de nuestra sociedad.  

martes, 3 de junio de 2014

LA UTILIDAD DEL VOTO

Ya es habitual que en las campañas electorales aparezca algún candidato diciendo que el único voto útil es el que se hace a su partido, sea éste el que sea. Revela tal afirmación, por mucho que sea reiterada, un cierto desprecio a la democracia incompatible con el deseo de representar a los ciudadanos. Ahora que ya pasaron las últimas, se puede descubrir que útiles, son todos los votos. Los que van a un partido o a otro; sea mayoritario o  minoritario. Como de provecho son los blancos y también los negros, paradójicamente inutilizados. Son útiles también los no depositados por aquellos que creen que “no nos representan”, aunque alguno ahora parezca que sí se siente representado, o por los que simplemente pasan de ir a votar porque no les gusta ninguna opción, porque están contra la democracia formal o porque les da la gana y ya está. Entre todos, sin faltar ninguno, se construye el país y la democracia. Y quien cree que solo es útil lo suyo  (o lo de los suyos) manifiesta atisbos de un pensamiento totalitario que olvida que la democracia, además del gobierno de la mayoría, es el respeto de las minorías. Y eso por mucho que señalados partidarios de una concepción higienista de la sociedad de infausto recuerdo griten por las esquinas que aquí sobra gente. 
Diferente cosa es, y a veces lo uno y otro se confunde, qué hagan con nuestros votos los elegidos con ellos. No sólo porque varios presidentes de gobierno al día siguiente de las elecciones han dicho que el presidente de la Comisión Europea será quienes ellos decidan y les  importe un comino lo que diga el parlamento (luego crearán una comisión ad hoc para averiguar por qué hay desafección a la política que, por supuesto, echará la culpa a la crisis). Sino también por la pléyade de reglamentos y leyes que condicionan y matizan los resultados de la elección. Por ejemplo, un voto al Partido Popular, contrario a la consulta planteada por muchos catalanes, acaba en el mismo grupo parlamentario que muchos de los votos a CIU, partidaria de la consulta, pues Uniò Democrática de Catalunya y el PP se integran en el mismo grupo parlamentario (aunque otros votos a CIU se irán con los liberales con los que se asocia Convergencia y otros, al ir con otros grupos nacionalistas, terminarán en un grupo en el que confluyen partidos que tan poco tienen que ver entre sí como Coalición Canaria y Bildu).
 Además de los reglamentos, como el que obliga a ciertos grupos parlamentarios, también las leyes cambian los resultados. Suficiente es con atender a las proyecciones que entretienen a múltiples periodistas en estos días. Algunos, con ganas de gran coalición al servicio de los intereses de unos pocos, gritan alarmados que con estos resultados el país es ingobernable porque habrá un congreso totalmente fragmentado. Debe ser que han ido a Google y han aplicado el simulador de la Ley D’Hont como si España fuera circunscripción única y no cincuenta y dos. Con la ley electoral en la mano y los resultados de las elecciones europeas, muy poco cambia el Congreso de los Diputados. Algo sí, cómo no. Pero solamente once provincias podrán tener una representación proporcional (cosas de la Ley D’Hont y los que la defienden); mientras que el resto, como aquí, ya se sabe: reparto para los dos primeros o, a lo sumo, en algunos casos, migajas para el tercero. Diferente sería si la circunscripción fuera autonómica o hubiera un “colegio nacional de restos” o como se quiera llamar. Pero esperar de los que mandan que cambien la ley electoral, es mucho. Aunque tarde o temprano tendrán que hacerlo.