"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

jueves, 30 de enero de 2014

EL TREN PASA(BA) PRIMERO


Hace algunos años Elena Poniatowska, la última Premio Cervantes de Literatura, escribió una magnífica novela titulada El tren pasa primero. Cuantos mexicanos la han leído han descubierto entre sus páginas parte de la historia de un país fascinado por el tren hasta el punto de hacer una revolución a bordo de uno: ¿quién no recuerda las imágenes de los soldados de Villa sentados en las techumbres de los vagones? O más aún, cómo no recordar el magnífico corrido que Pepe Aguilar dedicó a Jesús García que logró salvar la vida de cientos de personas antes de que la máquina que arrastraba la dinamita minera estallara en mil pedazos:   
 Máquina quinientos uno,
la que corrió por Sonora,
por eso los garroteros
el que no suspira, llora.
Una fascinación aumentada, tal vez, porque México es hoy día un país sin trenes. Solamente los turísticos como “El Chepe” que recorre las Barrancas del Cobre, el “Tequila Express” lleno de turistas tan borrachos que no alcanzan ni a ver el volcán que da nombre al valle del más conocido alcohol mexicano. Algún mercancía, también, deja oír en la noche su clamor por encima del silencio de Guadalajara o de Lagos de Moreno.Y, por supuesto, el más temible, el que llaman  la “Bestia” o el "devora migrantes". El país construido desde el tren se quedó sin él. 
Difícil será que aquí lleguemos a esa situación, aunque sí parece que más de uno se empeñe en cerrar las estaciones de cualquier lugar, pongamos Ávila, que no disponga de un tren bala en su versión hispana. No hay más que ver cuáles ha sido las decisiones que en tal materia se han adoptado. Como si se quisiera que no se use el tren para luego justificar que, por escasez de viajeros, hay que cerrarlo. Por ejemplo, si alguien que vive en Ávila entra a trabajar en Madrid a las siete de la mañana, algunos hay, despídase de utilizar tren. Normal, pocos son, dirá alguno. E incluso, añadiría el del sentido común, con que tengamos uno que llegue a las ocho, hora en la que la mayor parte de los empleados inicia su jornada laboral, será suficiente. Mas quimera es dicho deseo porque tampoco existe esa opción: el primer tren matutino que cubre el trayecto abre sus puertas en Chamartín a las ocho y media (salvo que uno se atreva a entrar en el tren hotel de las siete menos veinte y buscar a oscuras y entre no buenas palabras un sitio). En todo caso, una dinámica es recurrente en los trenes que pasan por Ávila: ninguno está pensado para satisfacer, aunque sea mínimamente, las necesidades de los abulenses. Somos estación de paso, medio para otros. ¿Sólo en el tren?
Tampoco quien quiera llegar a Madrid a las 10, salvo que lo haga con hora y media de antelación, dispondrá de este medio. El procedente de Palencia que alguna vez tardó algo menos de hora y media, emplea ahora hora cincuenta para compensar recortes de cercanías madrileñas. ¡Casi dos horas para llegar a Madrid! ¿quién lo va a usar? Podrá alguno decir, y con razón, que los hay más rápidos, como el que saliendo media hora más tarde le da alcance entrando en la estación de Chamartín. Pero eso vacía al anterior, lo convierte en inútil, por más que ahora pare en pueblos a los que previamente se ha despojado de todo lo que en materia ferroviaria tenían, y pronto nos dirá adiós. 
Por otra parte, no es difícil hallar horarios absurdos. Por ejemplo los viernes, aunque sólo ese día, desde Madrid dos trenes parten de la misma estación con tres minutos de diferencia para ir echando carreritas por el camino para ver quién llega antes hasta nuestra ciudad. O, puestos al sinsentido, un tren hay que a diario se detiene en La Cañada, a días en Navalperal, para cambiar de conductor sin dejar que suba o baje pasaje. Qué decir de esa franja horaria que ve llegar tres convoyes diferentes en media hora mientras no lo ha hecho ninguno en las dos horas precedentes. También es bonito eso de doblar el nombre de algunos trenes para que parezca que hay más: anuncias dos dos donde sólo uno se desplaza. Al final, del tren nos quedarán las novelas que leeremos cuando nos montemos en otras estaciones. La de Poniatowska y también, cómo no, el  Orient Express de Graham Green o el tan conocido Asesinato en el Orient Express de Agatha Christie. Por no nombrar, a pocos días de conmemorar la memoria del Holocausto, Trenes rigurosamente vigilados del gran escritor checo Bohumil Hrabal 

miércoles, 15 de enero de 2014

SOCIEDAD EN TRANSICIÓN

Decir que una sociedad está en transición no deja de ser una obviedad pues el cambio, más allá de los deseos de los inmovilistas, es consustancial a cualquier sociedad. Hay que reconocer, no obstante, que no necesariamente todo cambio es a mejor pues hay quien, como nuestros gobiernos, se empeñan con relativo éxito en que volvamos al pasado utilizando para ello los más variopintos caminos.  Como sea, decir que nuestra sociedad está en continua transformación es necesario para comprender algunas de las cosas que nos suceden en el día a día. 
Las comunidades más “tradicionales”, aquellas en las que las relaciones se realizaban en el "cara a cara" que estudió Alfred Schütz cuando intentaba sentar las bases de la fenomenología del mundo social y las formas de la intersubjetividad, se han basado históricamente en la confianza interpersonal. Uno iba al tendero del barrio o del mercado y si no le alcanzaba con lo que llevaba en el bolsillo, se le apuntaba y no pasaba nada; dos ganaderos chocaban la mano en el mercado de los viernes, con intermediarios o sin ellos, y valía esa palabra más que cualquier papel firmado; y así sucesivamente porque la cooperación entre familias, aunque siempre de carácter técnico en la medida en que no limitaba la autonomía familiar, se consideraba un imperativo moral asentado en aquello que Durkheim llamó solidaridad mecánica. 
Pero no ocurre así en las comunidades que van de “modernas” (o lo son)  pues, como diría el jurista e historiador Henry James Summer Maine, sentando con su Ancient Law parte de las bases de la antropología, la sustitución del estatus por el contrato permite liberar a los individuos de las ataduras colectivas y asentar su actuación exclusivamente en una confianza derivada no ya de la relación personal sino del contrato mercantil entre individuos o entre estos y las instituciones. Esto es, el individualismo y las condiciones de mercado son consustanciales.
Ahora bien, en una sociedad basada en el status,  como la nuestra hasta hace cuatro días, tener padrino era condición suficiente, pero también necesaria, para ser bautizado. Valía más la posición familiar, que los méritos individuales a la hora, por ejemplo, de encontrar un trabajo. Por lo mismo, se esperaba que cualquier persona se comportase de acuerdo con esa heteroadscripción y no mancillase, perdón, el honor familiar siempre a punto de estar en entredicho. O dicho de otro modo, inherente a ese tipo de sociedad es el control social desmesurado. Como contrapartida, uno podía confiar en que si el director de una oficina bancaria le decía que guardase el dinero en un producto "preferente", allí estaría seguro; como lo estaba el coche, por decir algo, que dejaba en el taller, sin temor a que le sustituyeran una pieza nueva por otra de una chatarrería. Claro está que si uno no pertenecía a esas "familias bien" o no podía acceder a ellas por los conocidos caminos de la bragueta, debía aprender rápidamente que la opción casi exclusiva para sobrevivir era migrar.
En la sociedad del contrato mercantil la confianza, por el contrario, llega hasta donde las clausulas establecidas dicen. Ni más, ni menos. Ya puedes reclamar por las preferentes a quien considerabas como de la familia o por la avería mal arreglada. El contrato tiene sus límites y vienen delimitados en un aparataje jurídico que solamente los expertos son capaces de escrutar. Claro que se da por supuesto que ambas partes firmantes asumen los derechos de la otra parte. Lo malo ocurre, como tantas veces pasa en Ávila, cuando la tensión entre cooperación y conflicto, que diría otra vez Durkheim, se resuelve por el procedimiento que al que manda le conviene y se pasa en pocas horas del “¿cómo vas a desconfiar de mí si ya tu padre y el mío hicieron la mili juntos?” al “a mí qué me cuentas, te hubieras leído el contrato porque lo que vale es lo firmado”. Desaparecida la confianza caen, igualmente, las redes solidarias establecidas durante decenios por las diferentes familias. Así pues, ahora sí, sólo queda emigrar. En última instancia, estamos en ciudad, como todo nuestro entorno, en transición. Y, aunque no sabemos hacia dónde, se ve muy claro  dónde nos quieren llevar algunos listillos. El contrato que nos ofrecen lo dice bien claro: “la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte”. Y si no nos gusta, ya sabemos.