"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

martes, 31 de marzo de 2015

UNA DE MIEDO

El miedo está presente en nuestras vidas de muchas formas. Hay miedos exacerbados y otros como tímidos. Hay miedo a perder el trabajo, a que te deje una novia, a tener un accidente o a que enferme alguien que quieres. También a no ir en una lista electoral e incluso a perder (o ganar) las elecciones. Miedo, tengo miedo, cantaba Marifé de Triana (y luego Rocío y luego “la” Pantoja). El miedo está presente en todas las culturas, en todas las sociedades, aunque cambie de forma. El miedo es, como decía Bauman, el nombre que damos a nuestras incertidumbres, esa extraña sensación de ignorancia ante lo que nos amenaza y que hace –evolutivamente- palpitar nuestro corazón más deprisa. Los relatos tradicionales, signifique esto lo que signifique, llevan años preparándonos para afrontarlo: que si el hombre del saco, una buena víbora –que decían Les Luthiers-, las ánimas de la Santa Compaña, el sacamantecas y todos esos que de pequeños nos daban pánico y de mayores, también, pero disimulado.  También asustan esos personajes salidos de manos hábiles que se han popularizado: el extraño mister Jekill, Frankestein, Drácula, Freddy Krueger o esa legión de zombies, vampiros y personajes postapocalípticos. 
Pero con esto del miedo pasan cosas raras: hay quien viendo a la niña del exorcista, por decir algo, siente un sudor frío. Y también quien roza la hilaridad. A quien ve una culebrilla y corre y corre hasta no parar. Otros disfrutan viendo como una boa constrictor se envuelve en el cuello de Salma Hayek (o cualquier imitadora) en una película de Robert Rodríguez. O sea, que no a todos nos provocan miedo las mismas cosas. Ni de la misma manera. En muy buena medida, porque el miedo es aprendido o construido, como quieran. Y eso lo saben muy bien los que se dedican, consciente o inconscientemente, a propagarlo. Por ejemplo, los reyes del entretenimiento –entre los que se incluyen algunos medios otrora serios-. Me refiero a esos que saben perfectamente que la gente asustada no critica (¡cómo criticar lo que pasa en tu empresa si te pueden despedir!); a los que presentan cada episodio atmosférico (por ejemplo, que hace frío en invierno y calor en verano, dónde vamos a parar), como un antecedente directo del sonido de las trompetas que derrumbaron las murallas de Jericó.
Intencionado o no, algunos medios de consumo cultural y también de los que antes fueron de comunicación, se han convertido en el principal instrumento de control social mediante la extensión de angustias sociales hasta lo patológico: atemoriza y dominas, parece que es el axioma con que trabajan. Siente miedo y serás dominado (o comprarás el magnífico producto que te vendo). La cultura del miedo se expresa por doquier: cuidado con lo comes, cuidado con lo que haces; cuidado con el vecino y con vivir solo. Cuidado con las  medicinas que tomas y más aún con no tomarlas. Todo en la vida es riesgo. Levantarse ya es arriesgado. Mejor, por favor, quédese en casa viendo por televisión cuántos desastres se reparten por el mundo (aunque, sepa Dios por qué, solo le tocan los pobres).  No haga nada. Así podremos criticarle por no hacerlo y responsabilizarle de todos los males del mundo. Y también, y sobre todo, podemos justificar cualquier cosa que hagamos para evitarle a usted, atemorizado ciudadano,  esa ansiedad que el televisor le provoca cuando no hay fútbol. 
 Pasaron las elecciones andaluzas. Con ellas un montón de miedos. De los que querían que no cambiara nada. De los que querían que cambiara todo. De los que decían sin mí, el caos. Y fue lunes, y todo siguió igual. Ahora vienen las municipales. Y las autonómicas. Y las catalanas después, tal vez. Más tarde las generales. Pues bien, no digo a quien voy a votar, porque sabido es. Pero, como consejo gratis: por favor, no vote a quien le quiera meter el miedo en el cuerpo.  Quien lo haga posiblemente esconda bajo la cama, cinco lobitos tiene la loba, un atisbo de pensamiento totalitario.

martes, 3 de marzo de 2015

(RE)GENERACIÓN, (DE)GENERACIÓN Y DES(ORIENTACIÓN)

Pocos años después de que la famosa Bastilla parisina fuera demolida sin dejar piedra, se instaló en el lugar que ocupaba una escultórica fuente, que fue llamada de la Regeneración. Era la mentada figura una mujer que semejaba ser reina egipcia. Brotaban de sus senos dos chorros de agua blanquecina que los buenos revolucionarios se aprestaban a beber. Como si las nutricias aguas los convirtieran, más allá de su pasado, en hombres nuevos en pleno proceso de renacimiento.  Ni que decir tiene que de la fuente, inaugurada en la que fue fiesta de la "unidad e indivisibilidad de la república", no queda ni rastro. Y de los afanes regeneracionistas de aquellos días, más bien algunas pesadillas y anhelos incumplidos. 
A cuento viene esto porque, sin tener que salir de las fronteras de nuestro país, desde entonces para acá, hemos construido y derribado tantas fuentes regeneradoras, que no sabemos ya si andamos hoy en plena generación o, como algunos retrógrados les gusta decir, sumidos en la degeneración. Claro que, sin revolución mediante, aquí la discusión la iniciamos un poco antes de que el rey francés perdiera la cabeza. De hecho, allá por los inicios del siglo XVI no pocos tratadistas castellanos se enzarzaron en polémicas literarias acerca de la licitud moral del arte de la medranza. Aunque muchos significados tuvo este término, siglo y medio después dejó Baltasar Gracián muy clarito su sentido en su inigualable El Criticón: “quien quisiere entender de raíz la política, el modo, el artificio, curse esta corte; aquí le ensañarán el atajo para medrar y valer en el mundo, el arte de ganar voluntades y tener amigos.” Desde entonces hasta hoy, la política en las Españas ha sido un combate continuo entre aquellos que de modo deshonesto miran principalmente para sí, y quienes pretenden que la política sea mirar para todos. 
Desde que el jesuita aragonés escribiera en 1651 las palabras dichas, los siglos nos han traído arbitristas, ilustrados, regeneracionistas de toda laya o noventayochistas predicando, cual pastores evangélicos, la necesidad del hombre nuevo. Más o menos como hoy. Y ello, sin saber bien qué quiere decir eso de regenerar la política pues, como decía el obcecado reaccionario de don Pío, “oír regeneración y escamarme es todo uno. Es una palabreja que está en boga. Para Sagasta significa estar en el poder; para Silvela, llegar a probarlo, y para Weyler, hacer del país un cuartel.” También hoy deberíamos recelar de ciertos personajes que tienen todo el día en su boca el llamamiento a la regeneración cuando son quiénes más han hecho para que ésta sea necesaria 
Como sea, intuitivamente no queda nadie que no entienda que, con un nombre u otro, resulta necesario denunciar la corrupción y el nefasto uso que del poder se hace por quien se cree su propietario y no su mero usufructuador. Vístase con la camiseta partidaria que lo envuelva. Y ello, por supuesto, sin deslizarse, cómo fácilmente les ocurre a más de uno, hacia derivas claramente antidemocráticas. En última instancia, como la historia nos ha enseñado aunque no lo hayamos aprendido, éstas, son en sí mismas corruptas. Pero es la historia un poco como la yenka y lo mismo va adelante que atrás, lo mismo a la derecha que a la izquierda. Si Fukuyama proclamó el fin de la historia, en continuidad con su neoliberal pensamiento dicen algunos que  para que los cambios se logren, hay que acabar primero con la distinción entre derecha ni izquierda. Mensaje nuevo que, no obstante, lleva repitiéndose desde que la distinción dejó de ser geográfica para ser ideológica. Mas olvidan algunos que las metáforas orientacionales, que dirían Lakoff y Johnson, van tan de la mano que sin izquierda no hay abajo, como sin derecha no hay arriba. Cuestión de campos semánticos. Pero mientras se discute sobre semántica, la cuestión clave, a saber, cómo distribuir la riqueza, pasa desapercibida o se desliza hacia un segundo término. Pasan los días y se agudiza su desigual reparto: cada vez menos, tienen más; cada día más, tienen menos. 
No se trata sólo de un problema de índole económica como muchos contables vestidos de gobernantes reiteran vendiendo una neutralidad de la que carecen: a la idea de cómo deben distribuirse los recursos que en el mundo hay, subyacen nítidas concepciones de la sociedad y del ser humano. Lo malo es que cuando algunos se les pone frente al espejo de lo que defienden, de las ideas  que sobre el ser humano subyacen a sus propuestas económicas, se niegan en redondo a reconocerse, aunque sotto voce sin manteniéndolas. Al final, las disonancias se imponen, verdad querido ministro, y antes que cambiar las ideas económicas se cambian las convicciones sobre el ser humano y la sociedad. Y así, el que reclama solidaridad la vende envuelta en pleno darwinismo social.  
Ya lo decía Benjamín, “la tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el estado de excepción en el que vivimos.”