"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

lunes, 21 de octubre de 2013

TRES ERAN TRES (o más)

Decreta la autoridad –elija el nivel que desee - que seis siglos atrás, tal vez siete, aquí todo fue paz y después gloria. Parece ser, según cuentan las crónicas contemporáneas, que en esta ciudad, y en tantas otras que gozan de mercado medieval, vivieron en paz y armonía nada menos que tres culturas. Tres. Ni más, ni menos. Como las tres morillas de Jaén, Aixa, Fátima y Marien. Tres eran tres, pero aquí, por llevar la contraria a la poesía popular, todas eran buenas. Tres, como los reyes magos que a esta ciudad le vienen haciendo falta desde hace años. Ocurre que al averiguar cuáles fueron las tales culturas leyendo los folletos turísticos – siendo más acordes con la época podrían haber se llamado pliegos - que las tres dichas eran las cristiana, judía y musulmana. Toda la vida pensando que eran religiones para descubrir ahora y a destiempo que son culturas. Me pregunto si habrá mañana alguien que vaya a comulgar, o simplemente a rezar, que piense que está participando en un acto cultural. Mas es vana pregunta porque quien participe de tal rito o práctica le dará un valor que se alejará mucho de lo cultural. Cierto que lo cultural y lo religioso son siempre hechos sociales, pero no  menos que no puede reducirse lo uno a lo otro por más que se fuercen los conceptos. Y menos reducir, a lo Geertz, la religión a un sistema cultural.
Aunque no sean lo mismo, me dice el adalid de la faramalla, comprende que la armonía religiosa no atrae tanto como la cultural y que, en definitiva, qué más da mientras venga gente. Algo, por lo demás, en lo que coincidirían ateo y predicador de aldea, por usar la terminología del mencionado Geertz. Y como quiera que lo veo solazarse descubriendo que nuestra ciudad, seis o siete siglos atrás, fue toda falta de antagonismo y rivalidad, ingenuo le pregunto si fue antecedente de lo que alguno, indebida y propagandísticamente, quiso llamar alianza de civilizaciones; o de culturas, porque así contado el cuento tampoco veo la diferencia. Más parece que mi pregunta le suena al vendedor de vanidades tan áspera como desabrida y acota que no podemos venirnos a la cercanía temporal del presente en que habitamos, porque “eso es política” y, además, señala, nos falta perspectiva. Y con ello se sienta mi interlocutor en la conclusión y envía al ostracismo a todos aquellos, Nietzsche u Ortega y Gasset entre otros, que se empeñaron en pensar que no hay forma de comprender el mundo sin caer en el perspectivismo.
Pero dejemos religión o filosofía y volvamos a nuestro –de todos, porque ya no hay pueblo o ciudad que se precie sin él- mercado de las tres culturas (medievales, eso sí) Preguntémonos cuántas culturas hubo sin pararnos a comprar chocolates, patatas o tomates que llegaron de América cuando ya la Edad Media había dejado de serlo. Y puestos preguntémonos, por ejemplo, si entendían mejor los dolores de parto quienes compartían religión o las que compartían los dolores aunque fueran de credos diversos. O si tenían más en común los adinerados judíos con los no menos ricos cristianos o con los judíos pobres. Género y dinero, pero también edad. O, ¿acaso se entretenía más la chiquillería musulmana con los ancianos de su misma religión que con los mocosos cristianos? O, ya puestos, con quién discutía de filosofía (o de teología) el que tenía capacidad para leer e interpretar textos, ¿con los alfabetos de distinta religión o con los analfabetos de la propia? ¿Cuántas culturas, dice? No listen to ask

lunes, 7 de octubre de 2013

EL ÚLTIMO PURITANO

 Seguro que los expertos en el tema son capaces de hallar múltiples conexiones entre dos figuras esenciales de la literatura norteamericana del siglo XX como son  T.S. Eliot y Gertrude Stein. Pero, quien pasee por la plaza de Tras-San Pedro, nominada del Ejército, podrá recordar que estuvo allí la casa en que durante un tiempo vivió quien fuera maestro de ambos: Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás. Vamos, George Santayana, el autor de La vida de la razón. El mismo que en nuestra ciudad da nombre, Jorge Santayana, a la principal avenida que atraviesa el Polígono de las Hervencias. Y a un Instituto de Educación Secundaria en la zona meridional de la ciudad. 
Pero, más allá de estos recuerdos, poco es lo que los abulenses sabemos de este filósofo. A pesar de que han pasado ya casi veinticinco años desde que Pedro García nos obsequiara con “El sustrato abulense de Jorge Santayana”, un libro que, además de rescatar gran parte de la inédita correspondencia del que algunos llaman “filósofo de Harvard”, recordaba los complejos lazos que lo unían a nuestra ciudad. Lazos sobre los que, por cierto, Pedro García profundizaría en otros artículos.
Tal vez sea ahora buen momento para traer a Santayana a nuestras calles. Aunque sea solo porque ahora comanda Europa quien bebe del puritanismo que tanto diseccionó nuestro paisano en un “una memoria en forma de novela”, su autobiográfico libro titulado precisamente El último puritano. Auténtico best-seller solamente superado en ventas en los Estados Unidos en el año en que se editó por Lo que el viento se llevó. Quizás esta obra del abulense disgustó a los lectores españoles de posguerra que vieron en ella la denuncia que el filósofo hacía de cualquier absolutismo moral. Incluido, pro supuesto, el que esos días imperaba en este país. O, tal vez, apesadumbró a quiénes no entendían cómo el hijo de católicos recriado entre los protestantes bostonianos prefería en la búsqueda de la vida buena el auto-conocimiento guiado por el materialismo y la ciencia. O, acaso molestó esa mixtura que su vida rezumaba entre el rigorismo y lo epicúreo. Lo que, por lo demás, no le impidió elegir un convento de monjas en Roma  para vivir los últimos años de su vida.
Quien quiera que haya leído Personas y lugares habrá podido descubrir ráfagas de deslumbrante lucidez entreveradas con el recuerdo de una infancia que nos cuenta cómo era la Ávila que quería ver finar el siglo XIX. Palabras, que sin quererlo nos muestran perspectivas diferentes de las que tan conocidas nos son sobre la España del 98. Claro que aunque reconozcamos las calles y los personajes, es esta obra una autobiografía filosófica de fácil lectura escrita por alguien que se consideró “huésped del mundo” y vivió en él con continua sensación de desarraigo. Y eso que frecuentó lugares y, sobre todo, personas que hubieran podido arraigarle. Personas con las que, como Bertrand Russell o William James tuvo una cercana familiaridad. Aún así, no abandonó la extrañeza ante el mundo en que vivía y que decidió afrontar desde una complicada heterodoxia que siempre lo acercó más a Spinoza que a Santa Teresa. Y, en medio de todo esto, Ávila siempre como referencia existencial. Quién sabe si estaría pensando en esta ciudad, a la que dedicó un capítulo específico en Personas y lugares, cuando, al ir a renovar el pasaporte,  falleció al caerse en las escaleras del consulado español en Roma.
Tal vez sea buen momento de traerlo a nuestras calles, aunque sea solo porque en un par de meses, cuando nos aprestemos al turrón, el 16 de diciembre, se cumplirán ciento cincuenta años de su nacimiento en Madrid. Qué menos que recordar al autor del poema titulado “Ávila”