"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

lunes, 18 de noviembre de 2013

EL MURO

Una de las más absurdas, y a la vez dramáticas, cosas que he podido ver son las tres vallas que componen el muro que, en medio del desierto cerca de Tijuana, separan México de los Estados Unidos. Viendo esta estructura kilométrica que se adentra en el Pacífico, la imagen que se me venía a la mente no era la tan castellana expresión de “poner puertas al campo”. Más bien, me asaltaba el recuerdo de la Cortina de Hierro, que dicen en la América que habla la misma lengua que nosotros y que nosotros denominamos en su día Telón de Acero. Cierto que en algunos lugares esta cortina era poco más que una alambrada que mal podía detener el paso de nadie. De no ser, por supuesto, porque permanente estaba vigilada por metralletas que eran disparadas sobre cualquiera que se acercara. En otros lugares, el más conocido Berlín, el telón se sustituyó por un muro de hormigón semejante al que en nuestros días el Estado de Israel construye para aislarse de los palestinos o el que Haití, siempre olvidado si un terremoto no lo sitúa en primer plano de la actualidad, quiere levantar en parte de su frontera con la República Dominicana.
Puede alegarse, no faltará quien lo haga, que no siempre persiguen el mismo fin estos parapetos. Así, el Telón de Acero se hizo para impedir que nadie saliera de los países totalitarios que lo levantaron. El de los Estados Unidos, sin embargo, se ha construido para impedir que nadie que llegue del sur y haya logrado superar el desierto, pueda entrar. Pero, con uno u otro objetivo, el resultado ha sido siempre el mismo:  el enriquecimiento de las mafias que buscan pasos ocultos y la muerte y desolación de quienes, siguiendo el rumbo de las nubes que ningún muro detienen, quieren andar los caminos para dar una mejor vida a los suyos.
Quien se escandalice, y muchos son, por la presencia de estos muros, pasados y presentes, que se hallan en parajes alejados u olvidados, deberá necesariamente sentir aversión por las recientes medidas que nuestro gobierno ha adoptado para fortalecer la valla de Melilla. Para mejor protección, dicen, serán reforzadas con cuchillas que hieran a quien las quiera escalar y con la concertina, inventada en la primera guerra mundial para mejor matar a todos los que querían salir de las trincheras y quedaban enganchados en ella. No parece en este caso que el conocimiento de la historia nos lleve a eludir errores en el presente. De hecho, aún no se han olvidado los ecos de los efectos que esta medida tuvo cuando en 2005 el gobierno precedente ordenó que la alambrada melillense se llenara de cuchillas. Dos años después, tras constatar cómo cientos de personas resultaban heridas de gravedad sin posibilidad de tener posteriormente asistencia médica, el mismo gobierno que las puso hubo de hacer caso a la presión de las asociaciones de derechos humanos y retirarlas.
Y hoy, ahí vuelven a estar las cuchillas y la alambrada coronada por esa concertina de seguridad con nombre de instrumento musical mientras nos indignamos por centenares de muertos en la Isla de Lampedusa y por la hipocresía de quienes lo lamentan mientras los condenan a morir ahogados. Pedir la eliminación de esas cuchillas que llenan el suelo fronterizo, por el lado marroquí, de sangre de quien sólo quiere vivir, no es una cuestión ideológica. No tiene que ver ni con las izquierdas ni con las derechas o con ser mediopensionista. Es simplemente humanidad. Nadie que quiera llamarse humano puede pensar que no son responsabilidad nuestra los muertos que caen al otro lado de la valla o los que se ahogan en las aguas el Estrecho.

martes, 5 de noviembre de 2013

¿DEMOCRACIA A LA GRIEGA?

Frases hay que, de tanto repetirlas, nada dicen. Quedan tan vacías que su significado se torna extraño. Tanto que no prestamos atención al contenido de las palabras proferidas. En estas divagaciones me sorprendí al escuchar hace unos días a quien me repetía que, ante la actual crisis del sistema de partidos, hay que volver a la "democracia a la griega”; pero  a la clásica, me quiso aclarar, no a la  de la actual Grecia, que, al fin y al cabo, es tan caduca como la nuestra. Parece que extrañó a mi interlocutor mi cara de estupefacción porque raudo añadió: lo que hay que hacer es "devolverle el poder al pueblo". Pero, si difícil es devolver lo que nunca se ha tenido, ya no quise preguntarme quién tenía que devolverlo. Bienvenida, en todo caso, la intención sea que me recordó al espanglish del más conocido éxito de Molotov, la banda mexicana:
Dame dame dame dame todo el power 
para que te demos en la madre 
Game gime gime gime todo el poder 
so I can come around to joder  
Dámele, dámele, dámele, dámele todo el poder 
Dámele, dámele, dámele, dámele todo el power  

Rolas contrafrijoleras aparte, tal vez fuera bueno recordar que entre la democracia griega y la actual lo único que hay en común es el nombre. Como hace ya años señalara Sartori, en estos ámbitos homonimia no debe confundirse con homología.
Pero, ya puestos, podríamos preguntarnos si acaso puede la democracia griega, la clásica, me refiero, enseñarnos algo sobre el sistema político que hoy llamamos tal. Y lo cierto es que más allá de vaivenes románticos, lo cierto es que no. O, muy poco. Entre otras cosas porque, por mucho que se identifique la polis con la ciudad-Estado, nunca fue Estado. O lo que hoy conocemos por tal. Sin embargo, lo que hoy llamamos democracia parte justamente de la existencia de esta estructura y en ella debe desarrollarse. Cierto que no ha de faltar quien proclame que, a diferencia de lo que ocurre en la actual democracia que se asienta en la representación, en Grecia era directa. Pero lo era porque se daban determinadas condiciones socioeconómicas que hoy nos parecerían aborrecibles (como un sistema productivo asentado en la esclavitud que parece algunos añoran); o como un sistema social en el que no existían ni libertades ni derechos que pudiéramos llamar individuales (aunque sólo fuera porque hubo que esperar a la llegada de los filósofos cristianos para descubrir eso de la “persona”).   
Cosa distinta es que esta constatación nos deba a llevar a limitar nuestro sistema político a un sistema electoral donde los gobernados sólo nominalmente ejercen un poder que es detentado, no pocas veces de modo arbitrario, por quienes de él viven. Y en el que, además, se mantienen, en demasiadas ocasiones, debido a la que Michels denominara “Ley de hierro de las oligarquías”. O algo tan alejado del interés general como que ahora no les viene bien dejarlo porque no tienen otra cosa de qué vivir como les pasa con tantos conocidos que para qué enumerar. Parece pues que hemos pasado en las últimas décadas de una democracia gobernante a una democracia gobernada por unos pocos en la que, nuevamente Sartori dixit, lo relevante es el control de los mecanismos de formación de opiniones. Justamente por ello, y tal vez consciente de que no hay democracia sin opiniones libres, una querida periodista abulense concluyó meses atrás su conferencia sobre Josefina Carabias en el foro Guiomar de Ulloa recordando que sin medios de comunicación libres, no hay democracia. Y libre no es, en este caso, una abstracta noción sino un mero sinónimo de capacidad de enfrentarse a quien manda sin el temor de que éste ahogue económicamente a la empresa en la que trabajas. Pero, tan importante como eso, sino más, para garantizar uno de los puntales de la democracia cual es la libertad, es tener un sistema educativo que no sea doctrinario. Un sistema, que con siglas o sin ellas, enseñe a los más jóvenes a pensar por sí mismos. Una educación doctrinaria, cualquiera que sea la doctrina, es patrimonio de los sistemas totalitarios. Y estos, incompatibles con la democracia.