"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

lunes, 30 de diciembre de 2013

EL POPULISMO (NOS) SALE MUY CARO (o el Déficit de Tarifa)

Andan los metafísicos contemporáneos devanándose los sesos por la irrupción de un nuevo problema que se antoja irresoluble para filósofos. No se trata de averiguar qué es el ser, qué la esencia y que la eternidad  pues la respuesta a estas cuestiones la dejaron escrita en el viento los chicos de Siniestro Total. El nuevo tema que ahora les cuestiona es cómo desentrañar los mecanismos que explican el precio de la energía en España. No cómo entender la factura, sino por qué cada cosa vale lo que cuesta. Y así que si subasta para arriba, que si ministro para abajo nos la lían parda cada día.  Y entre tanto follón, parece que pocos quieren acordarse que parte del problema nace del barato populismo del señor Rato que, además de hundir empresas en varios sectores y visitar el FMI, fue ministro de la cosa del dinero.
Liberal que era el señor, decidió que nada mejor que el precio de la energía eléctrica se sometiera a los vaivenes de lo que algunos han llamado libre mercado que mercado es, pero de libre poco tiene. Pero, parece ser, se asustó de los efectos que en votos esta medida podía tener y decidió, sin aparente contradicción, que el mercado eléctrico sería libre pero regulado. O sea, libre para que las compañías ganaran, pero regulado para que, si no llegaban a lo esperado el gobierno, o sea todos nosotros, les compensáramos. Se inventó un bonito concepto: el déficit de tarifa. ¿Pero, hay tal? 
Cuánto cuesta producir energía eléctrica, pongamos en el embalse del Burguillo inaugurado allá por 1913. Supongo que, como hace tanto que las turbinas comenzaron a dar vueltas, producir esta energía no es particularmente costoso porque la empresa propietaria solo tiene que cubrir los costes de mantenimiento de la central que, por lo demás, ya está más que amortizada. Y lo mismo ocurre con gran parte de las centrales hidroeléctricas del país que llevan funcionando decenios. Sin embargo, la producción de electricidad en una central térmica, pongamos por caso la de la Robla, en León, aunque podría ser otra, es muy cara a pesar de hallarse en un lugar magníficamente comunicado. De los dos grupos que tiene esta central uno no lleva ni treinta años conectado a la red, por lo que todavía la inversión estará lejos de ser amortizada. Pero, además, funciona con carbón cuya producción está subvencionada para que sea rentable (ayudado porque las mineras son buenas en el arte de recoger subvenciones y despedir trabajadores o precarizarlos). Eso cuando no se tiene que importar de allende el mar. Y aquí no incluimos los costes derivados de la contaminación producida, que no es poca, según cuentan los informes de la propia empresa. 
También es diferente lo que cuesta producir electricidad en las diez centrales nucleares, diez, que cuenta el país y que, de paso sea dicho, han sido convertidas, malgré tout,  en la segunda fuente de producción energética del Estado. Esta energía resulta muy cara y no sólo por las descomunales inversiones que fueron precisas, incluyendo las que nunca llegaron a producir un kilovatio, como Lemoniz. Sumémosle a estos costes los derivados de la cercana fábrica de enriquecimiento de uranio de Juzbado, en la provincia de Salamanca, el centro de almacenamiento de residuos radiactivos de El Cabril, en Córdoba, y el famoso ATC que se quiere sembrar en la Mancha. 
Más difícil resulta calcular el  coste real de la producción eléctrica a través de las necesarias y cada vez más numerosas, hasta la llegada del actual gobierno, energías renovables. Difícil en su conjunto porque junto a grandes inversiones que precisarán años para la amortización, hay otras menores; de la misma forma que hay algunas que llevan muchos años y otras que son recientes.  En adición, no es lo mismo una central eólica que una solar o que la producción a través de los llamados biocombustibles. Ni tampoco las primas que unos y otros han podido obtener en los últimos años. En suma,  hay energía eléctrica muy barata y otra muy cara en  función del procedimiento utilizado para generarla. Sin embargo, por la línea que conecta nuestras viviendas o nuestras empresas a la red no hay discriminación de origen: la barata y la cara llegan, por así decirlo mezcladas. Aquí dónde está parte del negocio: los consumidores pagamos toda al precio de la más cara. Da igual de dónde venga. Lo mismo da que haya sido producida en el citado Burguillo, en La Muela, en Vandellós o en Las Cogotas, donde hace pocos años se instaló una minicentral que, el alcalde dixit, permitiría pagar toda la luz de Ávila. Pero, imagine usted que va a comprar cuatro cajas de cualquier producto cada una de ellas con una calidad y un precio. ¿Consentiría que se las cobrasen todas al precio de la más cara? De ninguna manera. Cada una a su precio o, cuando menos, hágame la media. Sin embargo, con la electricidad no es así porque la pagamos toda al precio de la cara, aunque además no sea de más calidad. Dicen que, además de subastas, peajes y otras zarandajas varias, hay un déficit de tarifa porque  venden por debajo del precio de producción y eso hay que pagarlo a parte. Pero esto no llega ni a verdad a medias que, entre otras cosas, nos obliga a pagar la energía barata a precio de oro y la cara, también. Y eso porque a este lío del no déficit de tarifa hay que sumarle que las subastas son puramente especulativas y nada tienen que ver con el precio real de la producción del kilovatio

lunes, 16 de diciembre de 2013

ESPECTÁCULOS A GOGÓ

Se ha convertido ya en tópico decir que todo el mundo está conectado, hiperconectado dicen algunos, y que la inmediatez con que las noticias corren merced a las redes sociales y otros instrumentos permite que todo se sepa al instante en cualquier lugar del planeta. Así será seguramente. Sin embargo, he tenido la oportunidad de pasar unos días en un lugar donde la cosa del internet era quimera y las oportunidades para informarme de lo que acontecía se limitaban a una cadena de televisión local. Fue pues agradable sorpresa ver que en los titulares del informativo se anunciaba una noticia sobre España en la que, según se avisó, se daría cuenta de la ejemplar decisión de un político andaluz. No es que esperara conocer alguna dimisión, pues sabido es que aquí no dimite nadie. Imaginé que hablarían de los líos de los ERE, de la nueva presidente o de algo semejante. Mas mi gozo en un pozo.  Al parecer, en estos tiempos de políticos tan denostados, uno, alcalde de un municipio malacitano, no me pregunten cuál, había decidido dimitir de su puesto para marcharse a Panamá donde un amor le esperaba para contraer matrimonio. La noticia, cual se debe, vino profusamente ilustrada con imágenes del lugar, palabras del munícipe y, cómo no, de los vecinos del pueblo.
Si tal noticia me causó cierto estupor, no fue menor el que me asaltó al día siguiente al oír el anuncio de una formidable polémica suscitada en Cataluña. Cómo no suponer que el tema en cuestión sería la independencia, aunque aún faltaran algunos días para que Mas anunciara las preguntas de marras, o cualquier otro asunto que llenan páginas en los periódicos, como las agencias de investigación, o que no salen en los papeles como que el abogado de la presidenta del PP es el mismo que, siendo juez, redactó la condena a muerte a Puig Antich. Pero hete aquí que no. Que la pelotera  nacía de que algún avispado ha llenado el mercado prenavideño de “caganer” con la imagen de la Virgen de Montserrat. 
Aunque no digo yo que no moleste a más de uno ver al descuido la oscurecida conclusión de la espalda de la Mare de Déu en tan escatológica disposición, ambas noticias me llevaron a pensar qué sabrían los habitantes de aquel del lugar de lo que ocurre en España. Nada de crisis, parados, recortes, inepcias y corrupciones: solo amor y burla indisimulada. Pues qué alegría. Y qué desvarío. El problema, si lo es, es tanto qué conocen los otros de nosotros, como qué somos nosotros capaces de saber de los otros. Porque un repaso a las noticias que de otros países nos llegan, pone nítidamente de manifiesto que solo aquello que es insólito, incluso donde acontece, nos es vendido a través de los canales televisivos. Es decir, da la impresión de que conocemos de los otros, incluidos nuestros exóticos cercanos, un conjunto de estereotipos animados con curiosidades que atraen al espectador. Por ejemplo, sabemos con quién se fotografió Obama en el funeral de Mandela, pero no cuáles eran las bases del pensamiento político de éste más allá de una síntesis repetida por los telediarios. Por si poco fuera, con excesiva frecuencia, estas noticias son resaltadas por la prensa digital en esa sección que las ordena no por su relevancia o impacto en nuestra vida cotidiana, sino por su popularidad medida en “lo más visto”. Al final va a tener razón Vargas Llosa cuando denunciaba en  su ensayo La civilización del espectáculo que en nuestra sociedad  entretenerse y huir del aburrimiento se han convertido en valores fundamentales. 
Frente a  esta tendencia, nuestras des-preocupadas autoridades educativas, en lugar de hacer que nuestros jóvenes aprendan a pensar por sí mismos, eliminan cualquier posibilidad de reflexión propia en los nuevos planes que aprueban. Luego que nadie se extrañe si, como ha ocurrido, se recogen más de 70.000 firmas para que sean otros los actores protagonistas de 50 sombras de Grey y menos de diez mil para solicitar al Senado que la Lomce no redujera la filosofía más de lo que ya  lo hizo la Loce. 

domingo, 8 de diciembre de 2013

DE CAUSAS Y EFECTOS

Desde Aristóteles hasta nuestros días miles han sido las páginas que se han escrito para elucidar la diferencia entre causas y efectos o entre tipos de causas. Y, aunque a nadie que camine por el campo y vea el suelo mojado se le ocurriría decir que el barro que pisa es causa de la lluvia, sino su efecto, se repiten con profusión los discursos políticos en que las unas se revisten con el ropaje de los otros. Difícil resulta pensar, las más de las veces, que no hay una explícita u oculta intencionalidad en tal confusión. No es, por supuesto, novedad reciente. Una mirada al pasado, cercano o lejano, permite observar cuántas han sido las veces en que los verdugos se han querido presentar como víctimas para justificar sus desmanes y tropelías. Costumbre ha sido de regímenes totalitarios y democráticos buscar, por ejemplo, un chivo expiatorio para cualquier crisis, real o ficticia, y presentarlo como causa de todos los males imaginables, aunque fuera quien más duramente recibiera sus efectos. De hecho,  no hay más que ver cualquier informativo, para comprobar cómo se responsabiliza a los que sufren de los sufrimientos que les son infligidos y aún se les quieren hacer pagar el bienestar de los que lo tienen.
¿Cuántas veces hemos oído, y tendremos que seguir escuchando, que la causa de la crisis es que los que nunca habían vivido bien han querido vivir por encima de sus posibilidades? Que la causa de su pobreza es que han tenido el anhelo de comer cada día, de tener un trabajo y una casa. Como si eso fuera privilegio exclusivo de unos pocos y no derecho inalienable de todos. O, quedándose más cerca, que aquellos que quieren recuperar los cuerpos de familiares que fueron muertos y despreciados, solo quieren reabrir heridas (que otros les hicieron) cuando sólo pretenden cerrar las que siguen supurando. O que determinadas instituciones son imprescindibles porque gracias a ellas, se mantienen tales o cuales servicios que las más de las veces son innecesarios. 
Ahí están los numerosos próceres que repiten con una saciedad que revela lo mucho que en ello se juegan, que las diputaciones provinciales son imprescindibles para el mantenimiento de los pueblos. Pero, una vez más la relación causa-efecto va al revés: son los pueblos los que son imprescindibles para que haya diputaciones. Aquellos pueden sobrevivir sin éstas, pero estas caras gestorías no podrían subsistir sin aquellos. De hecho son los municipios quienes con sus peticiones continuas permiten que las diputaciones existan. Es más, pueblos hay que solicitan ayuda o asesoramiento a otras instancias públicas o privadas prescindiendo de las diputaciones y siguen manteniéndose como si tal cosa. No hace falta salir de nuestra provincia, ya no digamos de nuestra comunidad autónoma, para ver ayuntamientos que prefieren gastarse sus dineros (los tengan o no, que esa es otra cuestión), contratando abogados, arquitectos o lo que precisen, sin acudir a las diputaciones.
No falta tampoco quien acuse de todos los males del mundo a aquellos que no se avienen a remar en la dirección que decide quien manda, aunque a veces este ordene dar vueltas en círculo buscando una salida del laberinto en que a todos ha metido. Ante el aplauso complaciente de algunos de sus seguidores, un conocido responsable político osó, un mes atrás, asegurar que la causa de nuestra falta de progreso es que la oposición no le da la razón y le critica cada vez que tiene una idea –no dijo si ésta era buena o mala-. Totalmente henchido por la beatífica sonrisa de los suyos completó su palabra diciendo aquello de que para lo que hacían, esa molestia diaria, sobraban y mejor harían con irse a otro lugar. Por supuesto, todo ello sin dejar de pensar que su discurso institucional era la encarnación de los valores democráticos, como añadió más tarde.
Que no se atreviera a pensar que tal vez la causa de las críticas, y de la ausencia del progreso que reclamaba, era su pésima gestión, no es novedad porque decenios llevamos, en nuestro país y en otros, haciendo responsables, esto es causantes, de todas las perversiones de la vida moral a quienes las denuncian y no a quienes las practican.