"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

jueves, 15 de octubre de 2015

LA LÍNEA ESTÁ TRAZADA

Resulta comprensible que los protocolos de actuación que las autoridades aprueban para actuar ante problemas sociales que afectan a un gran número de personas fijen una cifra, una cantidad, para que la acción se desencadene. Ahora bien, caer en el fetichismo del número puede provocar efectos absolutamente contrarios a los que se busca. Tal ocurre, por ejemplo, cuando se fija con criterios técnicos un número mínimo de personas que sufren hambre para considerar que en cierto lugar hay una hambruna. No parece ni prudente ni próximo a la moral, sea esta cual sea, esperar a que la tasa de mortalidad infantil sobrepase un determinado nivel para actuar. Y, sin embargo, así se hace. Si mueren 999.999 personas, pongamos por caso, no hay hambruna –sólo hambre generalizada-, y no se actúa. Con un muerto más, llegamos al millón y entonces sí. Todos a correr y llenarse la boca de grandes palabras para tapar la desvergüenza de no haber hecho nada antes. ¿Cuántos muertos caben en las conciencias de esos dirigentes mundiales, europeos, nacionales y del resto de los niveles de poder y administración que antes de decidirse a actuar calibran en una balanza los costes y beneficios? 
¿Qué es más barato, se preguntan, gastarse 98 millones de euros, que han costado las concertinas de la frontera húngara, o acoger a los refugiados que llegan? Si a Melilla llegan 100  refugiados huyendo de la persecución y del hambre es una avalancha, dicen, y mandan a la policía, que a la fuerza obedece, contra ellos. Pero si son mil, la cosa cambia porque es una tragedia y hay que poner en marcha todos “los mecanismos posibles para ayudar”. Duele tanta hipocresía que considera que un número limitado de muertos son aceptables a la hora del telediario, siempre que no excedan de un número mágico tan cambiante como las necesidades políticas.
Cierto que no es lo mismo huir por hambre que por persecución política. Pero avergüenza que los gobernantes de una tierra en la ambas se sufrieron pierdan el tiempo en disquisiciones nominalistas intentando discernir si los que nos piden ayuda son galgos o podencos. Más todavía con el ejercicio de desmemoria que hacen algunos diputados y senadores recurriendo a baratos exorcismos para alojar en el fondo de un baúl perdido el sufrimiento de muchos. Me refiero a los que de esta tierra tuvieron que salir. Casi medio millón de personas en pocos meses  (las autoridades francesas contaron 440.000 españoles cruzando la frontera en los primeros meses del 39). Y todavía hubo de verse, pregunten a los más mayores, como otros miles morían de hambre en los años siguientes (Michael Richards, en su libro A Time of Silence: Civil War and the Culture of Repression in Franco’s Spain, 1936-1945, cifra en más de 200.000 el número de españoles que murieron de hambre entre 1939 y 1945). 
La historia, esa que conocemos de sobra, aunque no suficientemente; esa que nos empeñamos sino en repetir sí en hacer que rime continuamente, según expresión atribuida a Mark Twain, nos enseña que muchas de las grandes hambrunas que llevaron a la desnutrición o muerte de miles de personas fueron provocadas artificialmente. Es decir, no  ocurrieron como efecto de supuestas “causas naturales”, como inundaciones, frío extremo o calor infernal. Fueron fruto de decisiones políticas injustas o irresponsables (valgan como ejemplo la soviética de comienzos de los 30 o la española de los años 40). A pesar de ello, sigue la rima que rima. Gobiernos europeos, también el nuestro, que se venden como paradigma de lo democrático, siguen apoyando a dirigentes de toda laya y condición que adoptan en sus países decisiones encaminadas directamente a provocar el desplazamiento forzoso de miles de personas a las que condenan al padecimiento extremo. Tormento que se acrecienta con la ignominia de no ser considerados seres humanos por aquellos que deben recibirlos. Pero, cuidado, porque, como dijo el cansautor en la misma canción de la que se toma el título de este escrito, “no habléis demasiado pronto, porque la ruleta todavía está girando. Y nadie puede decir quién es el designado, que el ahora perdedor, será el que gane después.”

lunes, 14 de septiembre de 2015

TODO LO SOLIDO SE DESVANECE

Se inicia un nuevo curso escolar y, como todos los años, quienes llegan a las aulas, docentes y alumnos, han de modificar procedimientos o rutinas elaboradas en cursos pasados. La sucesión de cambios legislativos que ha impedido que haya una ley  sobre la que que solamente deban hacerse pequeños ajustes, es responsable de muchos de esos cambios. Curiosamente todos los partidos políticos al uso reclaman reiteradamente la necesidad de un consenso en materia educativa. El mismo que año tras año, ministro tras ministro, es impedido por intereses de lo más variado. Pero mientras se discuten aspectos a veces no menores, se va dejando fuera del debate lo importante. Lo urgente, que también es importante, a veces no nos deja ver cambios cualitativos relevantes que han operado en los últimos años debido a decisiones de los sucesivos gobiernos. Cambios que suponen una radical transformación de los valores en los que se asentaba la educación. Aquel viejo adagio que recordaba que a la escuela se iba a aprender a ser persona ha dejado paso a la convicción, defendida desde muchos sectores, de que toda la educación debe estar subordinada al mercado laboral. 
Así, lo importante ha dejado de ser aprender a valerse por sí mismo, a ser capaces de pensar con criterio propio. Ahora, nada más hay que ver el repertorio legislativo, toda la educación –de la primaria a la universidad- se mide por su eficiencia. Esto es, por su capacidad para equiparar calidad y rentabilidad. No extraña pues que la pedagogía haya sido invadida por conceptos procedentes del ámbito empresarial. Como tampoco extraña que se defienda por exministros del ramo que todas las asignaturas deben destinarse a forjar emprendedores. Pero, por lo mismo, cómo sorprenderse del grado de frustración que propicia un sistema pensado para conseguir algo que está fuera de su alcance. Frustración en profesores que no tienen una verdadera carrera docente (y en muchos ámbitos ni siquiera una falsa, pues puede uno jubilarse haciendo lo mismo que el primer día que llegó); frustración en alumnos a los que se les enseña por mandato gubernativo una cosa y se les pide que respondan a otra. 
La raíz de buena parte de eso que llaman fracaso escolar es sencillamente que la educación es tratada como una mercancía más. El criterio de ineficiencia terminal que se usa en el mundo universitario es buena prueba de ello. 
Difícil resulta formar personas cuando todo lo solido se desvanece, que decía aquel clásico del siglo XIX recuperado críticamente por Marsall Berman. Si el de Tréveris criticó un sistema que era capaz de disolver algo tan sólido como los vínculos sociales, tal vez habría que dejar de nadar en una sociedad líquida, que diría Bauman, para ver cómo recuperar el espíritu de progreso, convenientemente depurado, que floreció en una Ilustración ahora vilipendiada. Solamente así podremos, Kant dixit, atrevernos a pensar y, por tanto, situar la emancipación social, individual y colectiva, como horizonte de la sociedad.  A fin de cuentas, como dijera Henry Ford, uno de los más conocidos empresarios de la primera mitad del siglo XX, pensar es el trabajo más difícil que existe. En suma, a todos los adalides del inalcanzado pacto educativo habría que pedirles solamente que cualquier modelo educativo por el que se opte, tenga como eje fundamental, enseñar a pensar. Aunque eso genere una ciudadanía incómoda para cualquier poder.

lunes, 22 de junio de 2015

El Angelus Novus abandona el pasado

Solo han pasado tres meses desde que la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN por sus siglas en inglés) advirtiera en su informe anual de que la privación material severa se ha incrementado en España en un 38% en los últimos años.  Traducido a personas quiere decir que unas 800.000 más se han sumado a la larga lista de quienes tienen dificultades para abonar sus pagos cotidianos y no digamos ya los imprevistos. Más o menos en las mismas fechas, el Instituto Nacional de Estadística, el INE, alertaba de que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Sabemos, así nos lo han contado estos días, que el número de millonarios aumenta en España hasta conformar un colectivo de más de 465.000 personas, según Credit Suisse, de las que casi dos mil tienen una cuenta que sobrepasa los cincuenta millones de dólares. Eso hace que en torno al diez por ciento de la población posea el 56% de toda la riqueza.
Ahora bien, cada vez que se unen estas dos noticias en una misma página para mostrar que el incremento de la desigualdad es galopante en nuestro país, aparece algún listo que dice que eso es demagogia. Que, por supuesto, hay libertad de expresión. Y se puede contar, aunque moleste, que ASAJA ha ganado las elecciones en la Diputación de Ávila sin presentarse. También se puede decir, por ejemplo, que el gobierno municipal saliente del Ayuntamiento de Ávila ha sido un maleducado, cuando menos, no yendo a la toma de posesión de los que parece no consideran “suyos” aunque tengan las mismas siglas. También, cómo no, de las meteduras de pata que se suceden en ayuntamientos de diversos colores. 
 Pero eso de hablar de la pobreza y la riqueza juntas, de ninguna manera. Eso, dicen, repiten, sin tener ni idea del significado de la expresión, es demagogia. No hay, sin embargo, demagogia mayor que repetir que es demagógico todo aquello que pone a las claras que la situación de pobreza de unos (y de riqueza de otros) no es fruto del azar sino de políticas intencionadamente dirigidas. Efectivamente, Aristóteles dixit, demagogia es halagar al pueblo. Incluso excitar sus emociones. Pero qué halago hay en decirle a quien tiene hambre que ésta no es fruto de una naturaleza ni de una sociedad sino de una forma de entender y ejecutar la política. Pareciera que los que acusan sin ton ni son de demagogos a quienes cantan las verdades del barquero lo que pretenden es desviar la atención de sus propias responsabilidades. Algo que, cuando no lo sobrepasa, roza la inmoralidad. Prohibir la verdad, aunque duela, como algunos pretenden y votan en el parlamento, no deja de ser el primer paso para criminalizar el pensamiento, como en su día advirtió Orwell. Ciertamente algunos usos perversos de la democracia pueden adulterarla, pero no puede olvidarse en ningún momento, que en la verdadera democracia no sólo está permitido sino, como dejó escrito María Zambrano, exigido ser persona. Y no puede serlo quien siente que su dignidad le es arrebatada por aquellos que les niegan el pan y la sal; por aquellos que acusando a los demás de demagogos, asumen el capitalismo como una religión. Una religión, escribió Agamben comentando a Walter Benjamin, sin redención porque cree solamente en el crédito, es decir en el dinero. El capitalismo es, dice Agamben, la religión en la que el crédito ha sustituido a Dios. Por eso sus fanáticos seguidores son tan dogmáticos. Considerar demagogos a aquellos que dicen que las personas están antes que las ganancias o que deudas y culpas no son lo mismo, por mucho que se reitere desde gobiernos aparentemente laicos que asumen el ideario luterano, y como hacen ciertos personajillos aupados al poder, es signo de unos tiempos que merecen ser cambiados. Unos tiempos en los que el Angelus Novus que pintó Klee y del que habló Benjamin no puede cerrar ya las alas que le empujan hacia el futuro.

lunes, 27 de abril de 2015

LA BOLIVARIANA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA

Contaba hace unos días un diputado que se le había ocurrido twittear la siguiente expresión: “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad, está subordinada al interés general”. Dice el susodicho, que ipso facto le contestaron unas cuantas decenas de los que le siguen en la citada red y, sobre todo, otros muchos que no sabía quiénes eran. Apunta el mentado que, uno de los epítetos que más le repitieron, fue el de “bolivariano.”  Va a ser pues que, en lo tocante a insultos, bolivariano se ha convertido hoy en equivalente de lo que hace tres o cuatro décadas fue “bolchevique” o, tal vez, leninista. No debería, en todo caso, preocuparse el diputado de marras:  los más que intentan denigrar a alguien llamándole “bolivariano” no tienen ni idea de quién era el tal Bolívar. O por su nombre completo, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Ponte Palacios y Blanco. Ya saben, el libertador al que invocan a cada paso otros que parece que tampoco saben muy bien quién fue el , con justicia, llamado “Hombre de América”. Lo más curioso, para el caso, es que en algunas bocas se ha puesto de moda identificar a Bolívar con Marx, como si fueran primos hermanos. Debe ser que no conocen que lo menos malo que Marx dijo del venezolano es que era un “falso libertador que simplemente trataba de preservar el poder de la vieja nobleza criolla a la que pertenecía.” A lo que añadió no pocos alfilerazos de escarnio. A fin de cuentas Marx era un europeo que no podía deshacerse tan fácilmente de sus prejuicios etnocéntricos y, aunque, respecto de Bolívar, en algunas cosas acertara, en otras, desvarío de lo lindo. 
Convendría, por tanto, no confundir el bolivarianismo, que pergeñó el finado Hugo Chávez metiendo en coctelera escritos de Bolívar y de otros cuantos pensadores, con lo que diría Bolívar si levantase la cabeza. De hecho, raro sería que Bolívar pudiese decir que “toda la riqueza del país está subordinada al interés general”. Seguro que Chávez, si lo asumiría. Y también su seguidor, aunque no sepa distinguir la mano derecha de la izquierda y gobierne desde la reacción con incendiaria retórica izquierdista. 
Volvamos al inicio. No extraña que le llovieran tantas críticas al diputado que se le ocurrió twittear  la tal expresión. Si asombra, o al menos eso le llamó la atención al citado político, que varios de los que le criticaron por poner en las redes tal aserto, fueran diputados de otros grupos políticos. Y también representantes públicos de otros niveles (diputados autonómicos y alcaldes y concejales). Le pasmó, decía sin salir de su asombro, porque todos ellos han jurado o prometido –algunos las dos cosas- la constitución española de 1978. No sólo aplicarla. También defenderla. Pues resulta que la constitución  dice en su artículo 128, apartado primero para más señas, que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad, está subordinada al interés general”. Al general, no al privado.  Por tanto, concejales, diputados, senadores y todos los cargos públicos que juran o prometen la constitución están obligados a defender que la riqueza del país se debe subordinar al interés general. Claro que treinta años seguidos de gobiernos que han hecho lo contrario, seguramente ha generalizado el olvido de esta obligación.
Bueno sería que los munícipes que tomen posesión de aquí a poco más de un mes, también los diputados provinciales y los autonómicos, se leyeran la constitución antes de prometerla o jurarla. De lo contrario, como muchos de los que están y de los que se van, van a cometer un perjurio continuado. Bueno sería porque, tal vez, algunos no la jurarían o prometerían. O lo harían por imperativo legal, o poniendo objeciones a algunos artículos o cruzando los dedos por detrás o vaya usted a saber. Lo más divertido es que muchos de los que no creen en el artículo 128 –ni en tantos otros- se niegan de rotundo modo a que se cambie una sola coma del texto constitutcional. Prefieren ser perjuros a darle la razón a quienes dicen que la constitución necesita algo más que chapa y pintura. 

martes, 31 de marzo de 2015

UNA DE MIEDO

El miedo está presente en nuestras vidas de muchas formas. Hay miedos exacerbados y otros como tímidos. Hay miedo a perder el trabajo, a que te deje una novia, a tener un accidente o a que enferme alguien que quieres. También a no ir en una lista electoral e incluso a perder (o ganar) las elecciones. Miedo, tengo miedo, cantaba Marifé de Triana (y luego Rocío y luego “la” Pantoja). El miedo está presente en todas las culturas, en todas las sociedades, aunque cambie de forma. El miedo es, como decía Bauman, el nombre que damos a nuestras incertidumbres, esa extraña sensación de ignorancia ante lo que nos amenaza y que hace –evolutivamente- palpitar nuestro corazón más deprisa. Los relatos tradicionales, signifique esto lo que signifique, llevan años preparándonos para afrontarlo: que si el hombre del saco, una buena víbora –que decían Les Luthiers-, las ánimas de la Santa Compaña, el sacamantecas y todos esos que de pequeños nos daban pánico y de mayores, también, pero disimulado.  También asustan esos personajes salidos de manos hábiles que se han popularizado: el extraño mister Jekill, Frankestein, Drácula, Freddy Krueger o esa legión de zombies, vampiros y personajes postapocalípticos. 
Pero con esto del miedo pasan cosas raras: hay quien viendo a la niña del exorcista, por decir algo, siente un sudor frío. Y también quien roza la hilaridad. A quien ve una culebrilla y corre y corre hasta no parar. Otros disfrutan viendo como una boa constrictor se envuelve en el cuello de Salma Hayek (o cualquier imitadora) en una película de Robert Rodríguez. O sea, que no a todos nos provocan miedo las mismas cosas. Ni de la misma manera. En muy buena medida, porque el miedo es aprendido o construido, como quieran. Y eso lo saben muy bien los que se dedican, consciente o inconscientemente, a propagarlo. Por ejemplo, los reyes del entretenimiento –entre los que se incluyen algunos medios otrora serios-. Me refiero a esos que saben perfectamente que la gente asustada no critica (¡cómo criticar lo que pasa en tu empresa si te pueden despedir!); a los que presentan cada episodio atmosférico (por ejemplo, que hace frío en invierno y calor en verano, dónde vamos a parar), como un antecedente directo del sonido de las trompetas que derrumbaron las murallas de Jericó.
Intencionado o no, algunos medios de consumo cultural y también de los que antes fueron de comunicación, se han convertido en el principal instrumento de control social mediante la extensión de angustias sociales hasta lo patológico: atemoriza y dominas, parece que es el axioma con que trabajan. Siente miedo y serás dominado (o comprarás el magnífico producto que te vendo). La cultura del miedo se expresa por doquier: cuidado con lo comes, cuidado con lo que haces; cuidado con el vecino y con vivir solo. Cuidado con las  medicinas que tomas y más aún con no tomarlas. Todo en la vida es riesgo. Levantarse ya es arriesgado. Mejor, por favor, quédese en casa viendo por televisión cuántos desastres se reparten por el mundo (aunque, sepa Dios por qué, solo le tocan los pobres).  No haga nada. Así podremos criticarle por no hacerlo y responsabilizarle de todos los males del mundo. Y también, y sobre todo, podemos justificar cualquier cosa que hagamos para evitarle a usted, atemorizado ciudadano,  esa ansiedad que el televisor le provoca cuando no hay fútbol. 
 Pasaron las elecciones andaluzas. Con ellas un montón de miedos. De los que querían que no cambiara nada. De los que querían que cambiara todo. De los que decían sin mí, el caos. Y fue lunes, y todo siguió igual. Ahora vienen las municipales. Y las autonómicas. Y las catalanas después, tal vez. Más tarde las generales. Pues bien, no digo a quien voy a votar, porque sabido es. Pero, como consejo gratis: por favor, no vote a quien le quiera meter el miedo en el cuerpo.  Quien lo haga posiblemente esconda bajo la cama, cinco lobitos tiene la loba, un atisbo de pensamiento totalitario.

martes, 3 de marzo de 2015

(RE)GENERACIÓN, (DE)GENERACIÓN Y DES(ORIENTACIÓN)

Pocos años después de que la famosa Bastilla parisina fuera demolida sin dejar piedra, se instaló en el lugar que ocupaba una escultórica fuente, que fue llamada de la Regeneración. Era la mentada figura una mujer que semejaba ser reina egipcia. Brotaban de sus senos dos chorros de agua blanquecina que los buenos revolucionarios se aprestaban a beber. Como si las nutricias aguas los convirtieran, más allá de su pasado, en hombres nuevos en pleno proceso de renacimiento.  Ni que decir tiene que de la fuente, inaugurada en la que fue fiesta de la "unidad e indivisibilidad de la república", no queda ni rastro. Y de los afanes regeneracionistas de aquellos días, más bien algunas pesadillas y anhelos incumplidos. 
A cuento viene esto porque, sin tener que salir de las fronteras de nuestro país, desde entonces para acá, hemos construido y derribado tantas fuentes regeneradoras, que no sabemos ya si andamos hoy en plena generación o, como algunos retrógrados les gusta decir, sumidos en la degeneración. Claro que, sin revolución mediante, aquí la discusión la iniciamos un poco antes de que el rey francés perdiera la cabeza. De hecho, allá por los inicios del siglo XVI no pocos tratadistas castellanos se enzarzaron en polémicas literarias acerca de la licitud moral del arte de la medranza. Aunque muchos significados tuvo este término, siglo y medio después dejó Baltasar Gracián muy clarito su sentido en su inigualable El Criticón: “quien quisiere entender de raíz la política, el modo, el artificio, curse esta corte; aquí le ensañarán el atajo para medrar y valer en el mundo, el arte de ganar voluntades y tener amigos.” Desde entonces hasta hoy, la política en las Españas ha sido un combate continuo entre aquellos que de modo deshonesto miran principalmente para sí, y quienes pretenden que la política sea mirar para todos. 
Desde que el jesuita aragonés escribiera en 1651 las palabras dichas, los siglos nos han traído arbitristas, ilustrados, regeneracionistas de toda laya o noventayochistas predicando, cual pastores evangélicos, la necesidad del hombre nuevo. Más o menos como hoy. Y ello, sin saber bien qué quiere decir eso de regenerar la política pues, como decía el obcecado reaccionario de don Pío, “oír regeneración y escamarme es todo uno. Es una palabreja que está en boga. Para Sagasta significa estar en el poder; para Silvela, llegar a probarlo, y para Weyler, hacer del país un cuartel.” También hoy deberíamos recelar de ciertos personajes que tienen todo el día en su boca el llamamiento a la regeneración cuando son quiénes más han hecho para que ésta sea necesaria 
Como sea, intuitivamente no queda nadie que no entienda que, con un nombre u otro, resulta necesario denunciar la corrupción y el nefasto uso que del poder se hace por quien se cree su propietario y no su mero usufructuador. Vístase con la camiseta partidaria que lo envuelva. Y ello, por supuesto, sin deslizarse, cómo fácilmente les ocurre a más de uno, hacia derivas claramente antidemocráticas. En última instancia, como la historia nos ha enseñado aunque no lo hayamos aprendido, éstas, son en sí mismas corruptas. Pero es la historia un poco como la yenka y lo mismo va adelante que atrás, lo mismo a la derecha que a la izquierda. Si Fukuyama proclamó el fin de la historia, en continuidad con su neoliberal pensamiento dicen algunos que  para que los cambios se logren, hay que acabar primero con la distinción entre derecha ni izquierda. Mensaje nuevo que, no obstante, lleva repitiéndose desde que la distinción dejó de ser geográfica para ser ideológica. Mas olvidan algunos que las metáforas orientacionales, que dirían Lakoff y Johnson, van tan de la mano que sin izquierda no hay abajo, como sin derecha no hay arriba. Cuestión de campos semánticos. Pero mientras se discute sobre semántica, la cuestión clave, a saber, cómo distribuir la riqueza, pasa desapercibida o se desliza hacia un segundo término. Pasan los días y se agudiza su desigual reparto: cada vez menos, tienen más; cada día más, tienen menos. 
No se trata sólo de un problema de índole económica como muchos contables vestidos de gobernantes reiteran vendiendo una neutralidad de la que carecen: a la idea de cómo deben distribuirse los recursos que en el mundo hay, subyacen nítidas concepciones de la sociedad y del ser humano. Lo malo es que cuando algunos se les pone frente al espejo de lo que defienden, de las ideas  que sobre el ser humano subyacen a sus propuestas económicas, se niegan en redondo a reconocerse, aunque sotto voce sin manteniéndolas. Al final, las disonancias se imponen, verdad querido ministro, y antes que cambiar las ideas económicas se cambian las convicciones sobre el ser humano y la sociedad. Y así, el que reclama solidaridad la vende envuelta en pleno darwinismo social.  
Ya lo decía Benjamín, “la tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el estado de excepción en el que vivimos.”

viernes, 30 de enero de 2015

NO SIEMPRE 4+1 ES IGUAL A 3+2

Nuestro ínclito ministro de educación, cultura y deporte, ha tenido una nueva ocurrencia –o tal vez haya sido alguien de su equipo y él sólo la expone-. Resulta que no le gusta el sistema universitario de Bolonia, así es que  ha decidido que va a sustituirlo por otro. No pretende ajustar aquello que no va bien, algo que sería razonable. Sino directamente cambiarlo. De cabo a rabo. Cómo. Sustituyendo los grados de cuatro años, seguidos de un máster de uno, por otros de tres años, más dos de máster. Con ello, caso de que se implantara, tendríamos algunas universidades en el país en las que simultáneamente habría licenciaturas de cinco años a punto de extinguirse, grados de cuatro y grados de tres. Y máster de uno y de dos.
Dicen los listos de ministerio que así iríamos a la par que Europa. Que nuestros hijos tardarían menos que ahora en llegar al mercado laboral. No hay duda que resulta necesario renovar continuamente la universidad. Pero menos aún la hay de que no se pueden hacer cambios drásticos sin previamente evaluar si lo que hay funciona o no. Sin embargo, el sistema que nos impuso el anterior, el famoso plan Bolonia, está tan recientito que todavía no ha dado tiempo más que a que comience a dar sus primeros frutos. Es más, universidades hay donde está comenzando a implantarse ahora. No ha habido tiempo, por tanto, para evaluarlo y mucho menos para tener una visión de conjunto. Intuimos, pero no sabemos, qué va bien, qué va mal y qué ni siquiera va. Sabemos, eso sí, que tras los grados boloñeses, los máster multiplicaron sus precios al ritmo que bajaban las becas. Se pretende ahora que estudie la mocedad tres años de universidad al cabo de los cuales en la mayor parte de las disciplinas estarán sin apenas preparar. Volverán, por tanto, pero camufladas y con nombre cambiado, aquellas diplomaturas que hubo que transformar y pasar a licenciaturas porque no había tiempo para formarse.  Eso sí, los graduados con tres años, si quieren entrar en el mercado laboral, se verán abocados a realizar un máster. Cuánto tiempo: dos años. Vaya, los cinco de antes. La diferencia es que los dos años de máster costarán un pico. Pero nadie podrá quejarse porque la enseñanza básica universitaria –el grado- solo serán tres años y, en todo caso, quien quiera máster, ya sabe: que pida un crédito-matrícula y arreglado. Así, no siendo que vayan a quebrar, echaremos en manos de los bancos a los jóvenes sin que tengan que esperar algunos años más.

Ya puestos, alguien se ha preguntado en ese ministerio si están ahora mismo las ahogadas universidades en condiciones de asumir cambios drásticos dedicando parte de su personal a pensar en nuevos planes educativos, ofertas, estructuras, etc. Parece que no. Aún más. Se han preguntado acaso, y esto es lo relevante, si sustituir el 4+1 por el 3+2 mejorará la calidad de la enseñanza universitaria o si meramente permitirá ahorrar a las universidades por la vía de la reducción de plantilla mientras se expulsan jóvenes que no puedan pagar las tasas. No extraña que a las universidades españolas les cueste estar en los mejores puestos de los rankings internacionales: cada ministro que llega trae una varita mágica bajo el brazo que todo lo cambia y que obliga a las universidades a dedicar más esfuerzos y presupuestos a contentar a los nuevos ministros, es decir a ajustarse a las normas que cambian cada día, que a investigar o a mejorar la docencia.



miércoles, 7 de enero de 2015

¿ACASO NO SON HOMBRES?

 La  Española. Cuarto domingo de adviento. 21 de diciembre de 1511. Fray Antonio de Montesinos sube al púlpito de una iglesia abarrotada en cuyos primeros bancos se sientan las autoridades, incluido el Almirante Diego de Colón, gobernador de la isla. Año y medio antes, en compañía de fray Pedro de Córdoba, fray Bernardo de Santo Domingo y fray Domingo de Villamayor, había partido desde el convento abulense de Santo Tomás  –en cuya puerta se les recuerda con un monolito-. Montesinos se dispone a hablar en nombre de la comunidad dominica que lo ha elegido como portavoz para la prédica dominical. Mira a la concurrencia y les exhorta a que presten atención porque van a oír  la palabra “más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír.” Antes de que los atónitos mandarines comiencen a moverse inquietos en sus asientos, la voz del fraile les advierte de que “todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes.” Y recordándoles a los taínos que tan mal trataban, les inquiere “estos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? Tened por cierto, que en el estado que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo.”

Quinientos tres años después, puede uno imaginarse a Montesinos al pie de las vallas melillense o ceutí gritando lo mismo: ¿acaso no son hombres? Pero seguro que el dominico, viendo las heridas provocadas por las concertinas, no lanzaría tales diatribas contra los agentes que cumplen órdenes, sino contra quien se las ordena desde un confortable despacho de Madrid antes o después de ir a misa. Más de uno, viendo a esos uniformados, recuerda aquello del Mío Cid de “qué buen vasallo, si oviesse buen señor.” Pero, el señor de marras está enredado en el arte de la confusión de causas y efectos y buscando qué prohibir. Porque con la ley mordaza, ese “monstruo jurídico” que ha pasado recientemente por el congreso, el buen fraile Montesinos podría ser sancionado por ofender a España. Máxime, si tenemos en cuenta que ante las amenazas que las autoridades vertieron contra los dominicos amenazándolos con expulsarlos de la isla, los frailes volvieron al siguiente domingo, 28 de diciembre, con un sermón en el que erre que erre, denunciaban los atropellos que cometían los que olvidaban los derechos que los seres humanos tienen por el simple hecho de serlo.

Omisión que, por lo demás, parece que ocurre frecuentemente en el ministerio del interior. Un derecho es un derecho y por mucho que nuestros diputados aprueben leyes que pretendan obviarlos, no desaparece en el agua, como  lo han hecho cerca de 20.000 personas que en el último decenio han dejado su vida en aguas territoriales españolas en su intento de llegar a la costa. Recomendable sería pues que estos adalides de la inmaculada constitución, para lo que quieren, se la vuelvan a leer y redacten  leyes, si preciso es, que sean acordes con su espíritu y su letra. Leyes que no la contradigan. Y por si algún desmemoriado hay entre los que la muestran pero no la abren para leerla, puede recordárseles que dice uno de los artículos de la mentada carta que “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España.”  Si no la cumplen, por mucho que la tengan en la boca, no se quejen después de que cada vez haya más personas que pidan que se cambie total o parcialmente.