"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

lunes, 11 de enero de 2016

Comenzamos

Arrancó ayer un nuevo año por mor de las veleidades del calendario y de quienes estipularon que así contaríamos los días y las noches. Por cierto que no siempre fue así porque los romanos, tan denostados como alabados según convenga, tenían inicialmente diez meses y, faltándoles enero y febrero lo comenzaban irremisiblemente el primero de marzo. Pero llegó Julio César y dijo que mejor enero. Y enero, pues. O casi. Porque desde entonces el calendario ha sufrido tantos vaivenes como las vidas de los que arrancan sus hojas. Seguimos teniendo un mes séptimo, octavo, noveno y décimo (septiembre, octubre, noviembre y diciembre), pero con doce meses.
Tantas vueltas da esto de contar los días que nuestros vecinos ingleses tuvieron en 1752, como quien dice ayer, grandes manifestaciones en las calles al grito de “devolvednos nuestros once días”. Solo porque el gobierno tuvo la ocurrencia de que al 2 de septiembre le siguiera el 14 para ajustarse al ritmo de los astros que seguimos cuando nos apetece. Y justo en el mismo año en que se decidió pasar, en el mismo país, el arranque anual del 25 de marzo al uno de enero (lo que hizo que en 1752 entre ajuste y ajuste, en Albión tuvieran un año de 282 días). Cosas de un Lord Chesterfield empeñado en que las ciencias nos acerca más a lo que buscamos que las creencias asentadas en prejuicios diferentes.
Claro que podíamos contar según las cuentas de James Ussher, el arzobispo de Armagh, en Irlanda, que, allá por el siglo XVII, leyendo la Biblia con más detenimiento del usual llegó a la convicción de que Dios habría creado la tierra el sábado 22 de octubre del 4004, a.C.. Nos impediría esto hablar de verracos, castros, vetones y esas cosas de la arqueología, pero qué se le va a hacer. Ya de paso, recuerden los negacionistas del cambio climático que siguen empeñados en ir contra esas ciencias, que decía el arzobispo en cuestión, que el diluvio universal acabó el 5 de mayo del 2348 antes de Cristo. No sé si por la mañana o por la tarde.
 También podemos contar, como cada vez más se estila entre los próceres de nuestra sociedad, al estilo Cholo: “partido a partido”. Cosa que está muy bien porque se evita uno frustraciones innecesarias. Pero se olvidan quienes eso dicen y (des)gobiernan que hasta el Cholo tiene un objetivo a medio (o largo) plazo y que lo que cuenta partido a partido es lo lejos (o cerca) que está de conseguirlo. Es decir, olvida más de uno de los que está en la obligación de tomar decisiones en pro del bien común, que hay que tener objetivos a corto, medio y largo plazo. Que no se puede gobernar pensando en que me quedan dos o tres años para las elecciones. Que si no pensamos en cómo queremos que sea nuestra ciudad, nuestro país, dentro de veinte años, y simplemente sacamos el día a día, nos vemos obligados a dar más pasos vacilantes que con la yenka. Porque cuando el acontecimiento gobierna la vida, esta es gobernada por él y, por ende, se escurren los principios por cualquier sumidero. Cierto que podemos abrazar una suerte de postmodernidad que no es tal sino mero acomodamiento y repetirnos que en esta sociedad los principios ya no se usan. Lo que no deja de ser paradójico a principio de año. Pero, o sabemos dónde queremos ir u otros se encargarán de llevarnos donde a ellos les interese. Después, nos quejaremos pero  habrá tanta dificultad para volver como para comunicarnos por tren con Madrid.
Que 2016 sea propicio para los lectores de Diario de Ávila y sea el primer año de muchos mejores.

jueves, 15 de octubre de 2015

LA LÍNEA ESTÁ TRAZADA

Resulta comprensible que los protocolos de actuación que las autoridades aprueban para actuar ante problemas sociales que afectan a un gran número de personas fijen una cifra, una cantidad, para que la acción se desencadene. Ahora bien, caer en el fetichismo del número puede provocar efectos absolutamente contrarios a los que se busca. Tal ocurre, por ejemplo, cuando se fija con criterios técnicos un número mínimo de personas que sufren hambre para considerar que en cierto lugar hay una hambruna. No parece ni prudente ni próximo a la moral, sea esta cual sea, esperar a que la tasa de mortalidad infantil sobrepase un determinado nivel para actuar. Y, sin embargo, así se hace. Si mueren 999.999 personas, pongamos por caso, no hay hambruna –sólo hambre generalizada-, y no se actúa. Con un muerto más, llegamos al millón y entonces sí. Todos a correr y llenarse la boca de grandes palabras para tapar la desvergüenza de no haber hecho nada antes. ¿Cuántos muertos caben en las conciencias de esos dirigentes mundiales, europeos, nacionales y del resto de los niveles de poder y administración que antes de decidirse a actuar calibran en una balanza los costes y beneficios? 
¿Qué es más barato, se preguntan, gastarse 98 millones de euros, que han costado las concertinas de la frontera húngara, o acoger a los refugiados que llegan? Si a Melilla llegan 100  refugiados huyendo de la persecución y del hambre es una avalancha, dicen, y mandan a la policía, que a la fuerza obedece, contra ellos. Pero si son mil, la cosa cambia porque es una tragedia y hay que poner en marcha todos “los mecanismos posibles para ayudar”. Duele tanta hipocresía que considera que un número limitado de muertos son aceptables a la hora del telediario, siempre que no excedan de un número mágico tan cambiante como las necesidades políticas.
Cierto que no es lo mismo huir por hambre que por persecución política. Pero avergüenza que los gobernantes de una tierra en la ambas se sufrieron pierdan el tiempo en disquisiciones nominalistas intentando discernir si los que nos piden ayuda son galgos o podencos. Más todavía con el ejercicio de desmemoria que hacen algunos diputados y senadores recurriendo a baratos exorcismos para alojar en el fondo de un baúl perdido el sufrimiento de muchos. Me refiero a los que de esta tierra tuvieron que salir. Casi medio millón de personas en pocos meses  (las autoridades francesas contaron 440.000 españoles cruzando la frontera en los primeros meses del 39). Y todavía hubo de verse, pregunten a los más mayores, como otros miles morían de hambre en los años siguientes (Michael Richards, en su libro A Time of Silence: Civil War and the Culture of Repression in Franco’s Spain, 1936-1945, cifra en más de 200.000 el número de españoles que murieron de hambre entre 1939 y 1945). 
La historia, esa que conocemos de sobra, aunque no suficientemente; esa que nos empeñamos sino en repetir sí en hacer que rime continuamente, según expresión atribuida a Mark Twain, nos enseña que muchas de las grandes hambrunas que llevaron a la desnutrición o muerte de miles de personas fueron provocadas artificialmente. Es decir, no  ocurrieron como efecto de supuestas “causas naturales”, como inundaciones, frío extremo o calor infernal. Fueron fruto de decisiones políticas injustas o irresponsables (valgan como ejemplo la soviética de comienzos de los 30 o la española de los años 40). A pesar de ello, sigue la rima que rima. Gobiernos europeos, también el nuestro, que se venden como paradigma de lo democrático, siguen apoyando a dirigentes de toda laya y condición que adoptan en sus países decisiones encaminadas directamente a provocar el desplazamiento forzoso de miles de personas a las que condenan al padecimiento extremo. Tormento que se acrecienta con la ignominia de no ser considerados seres humanos por aquellos que deben recibirlos. Pero, cuidado, porque, como dijo el cansautor en la misma canción de la que se toma el título de este escrito, “no habléis demasiado pronto, porque la ruleta todavía está girando. Y nadie puede decir quién es el designado, que el ahora perdedor, será el que gane después.”

lunes, 14 de septiembre de 2015

TODO LO SOLIDO SE DESVANECE

Se inicia un nuevo curso escolar y, como todos los años, quienes llegan a las aulas, docentes y alumnos, han de modificar procedimientos o rutinas elaboradas en cursos pasados. La sucesión de cambios legislativos que ha impedido que haya una ley  sobre la que que solamente deban hacerse pequeños ajustes, es responsable de muchos de esos cambios. Curiosamente todos los partidos políticos al uso reclaman reiteradamente la necesidad de un consenso en materia educativa. El mismo que año tras año, ministro tras ministro, es impedido por intereses de lo más variado. Pero mientras se discuten aspectos a veces no menores, se va dejando fuera del debate lo importante. Lo urgente, que también es importante, a veces no nos deja ver cambios cualitativos relevantes que han operado en los últimos años debido a decisiones de los sucesivos gobiernos. Cambios que suponen una radical transformación de los valores en los que se asentaba la educación. Aquel viejo adagio que recordaba que a la escuela se iba a aprender a ser persona ha dejado paso a la convicción, defendida desde muchos sectores, de que toda la educación debe estar subordinada al mercado laboral. 
Así, lo importante ha dejado de ser aprender a valerse por sí mismo, a ser capaces de pensar con criterio propio. Ahora, nada más hay que ver el repertorio legislativo, toda la educación –de la primaria a la universidad- se mide por su eficiencia. Esto es, por su capacidad para equiparar calidad y rentabilidad. No extraña pues que la pedagogía haya sido invadida por conceptos procedentes del ámbito empresarial. Como tampoco extraña que se defienda por exministros del ramo que todas las asignaturas deben destinarse a forjar emprendedores. Pero, por lo mismo, cómo sorprenderse del grado de frustración que propicia un sistema pensado para conseguir algo que está fuera de su alcance. Frustración en profesores que no tienen una verdadera carrera docente (y en muchos ámbitos ni siquiera una falsa, pues puede uno jubilarse haciendo lo mismo que el primer día que llegó); frustración en alumnos a los que se les enseña por mandato gubernativo una cosa y se les pide que respondan a otra. 
La raíz de buena parte de eso que llaman fracaso escolar es sencillamente que la educación es tratada como una mercancía más. El criterio de ineficiencia terminal que se usa en el mundo universitario es buena prueba de ello. 
Difícil resulta formar personas cuando todo lo solido se desvanece, que decía aquel clásico del siglo XIX recuperado críticamente por Marsall Berman. Si el de Tréveris criticó un sistema que era capaz de disolver algo tan sólido como los vínculos sociales, tal vez habría que dejar de nadar en una sociedad líquida, que diría Bauman, para ver cómo recuperar el espíritu de progreso, convenientemente depurado, que floreció en una Ilustración ahora vilipendiada. Solamente así podremos, Kant dixit, atrevernos a pensar y, por tanto, situar la emancipación social, individual y colectiva, como horizonte de la sociedad.  A fin de cuentas, como dijera Henry Ford, uno de los más conocidos empresarios de la primera mitad del siglo XX, pensar es el trabajo más difícil que existe. En suma, a todos los adalides del inalcanzado pacto educativo habría que pedirles solamente que cualquier modelo educativo por el que se opte, tenga como eje fundamental, enseñar a pensar. Aunque eso genere una ciudadanía incómoda para cualquier poder.

lunes, 22 de junio de 2015

El Angelus Novus abandona el pasado

Solo han pasado tres meses desde que la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN por sus siglas en inglés) advirtiera en su informe anual de que la privación material severa se ha incrementado en España en un 38% en los últimos años.  Traducido a personas quiere decir que unas 800.000 más se han sumado a la larga lista de quienes tienen dificultades para abonar sus pagos cotidianos y no digamos ya los imprevistos. Más o menos en las mismas fechas, el Instituto Nacional de Estadística, el INE, alertaba de que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Sabemos, así nos lo han contado estos días, que el número de millonarios aumenta en España hasta conformar un colectivo de más de 465.000 personas, según Credit Suisse, de las que casi dos mil tienen una cuenta que sobrepasa los cincuenta millones de dólares. Eso hace que en torno al diez por ciento de la población posea el 56% de toda la riqueza.
Ahora bien, cada vez que se unen estas dos noticias en una misma página para mostrar que el incremento de la desigualdad es galopante en nuestro país, aparece algún listo que dice que eso es demagogia. Que, por supuesto, hay libertad de expresión. Y se puede contar, aunque moleste, que ASAJA ha ganado las elecciones en la Diputación de Ávila sin presentarse. También se puede decir, por ejemplo, que el gobierno municipal saliente del Ayuntamiento de Ávila ha sido un maleducado, cuando menos, no yendo a la toma de posesión de los que parece no consideran “suyos” aunque tengan las mismas siglas. También, cómo no, de las meteduras de pata que se suceden en ayuntamientos de diversos colores. 
 Pero eso de hablar de la pobreza y la riqueza juntas, de ninguna manera. Eso, dicen, repiten, sin tener ni idea del significado de la expresión, es demagogia. No hay, sin embargo, demagogia mayor que repetir que es demagógico todo aquello que pone a las claras que la situación de pobreza de unos (y de riqueza de otros) no es fruto del azar sino de políticas intencionadamente dirigidas. Efectivamente, Aristóteles dixit, demagogia es halagar al pueblo. Incluso excitar sus emociones. Pero qué halago hay en decirle a quien tiene hambre que ésta no es fruto de una naturaleza ni de una sociedad sino de una forma de entender y ejecutar la política. Pareciera que los que acusan sin ton ni son de demagogos a quienes cantan las verdades del barquero lo que pretenden es desviar la atención de sus propias responsabilidades. Algo que, cuando no lo sobrepasa, roza la inmoralidad. Prohibir la verdad, aunque duela, como algunos pretenden y votan en el parlamento, no deja de ser el primer paso para criminalizar el pensamiento, como en su día advirtió Orwell. Ciertamente algunos usos perversos de la democracia pueden adulterarla, pero no puede olvidarse en ningún momento, que en la verdadera democracia no sólo está permitido sino, como dejó escrito María Zambrano, exigido ser persona. Y no puede serlo quien siente que su dignidad le es arrebatada por aquellos que les niegan el pan y la sal; por aquellos que acusando a los demás de demagogos, asumen el capitalismo como una religión. Una religión, escribió Agamben comentando a Walter Benjamin, sin redención porque cree solamente en el crédito, es decir en el dinero. El capitalismo es, dice Agamben, la religión en la que el crédito ha sustituido a Dios. Por eso sus fanáticos seguidores son tan dogmáticos. Considerar demagogos a aquellos que dicen que las personas están antes que las ganancias o que deudas y culpas no son lo mismo, por mucho que se reitere desde gobiernos aparentemente laicos que asumen el ideario luterano, y como hacen ciertos personajillos aupados al poder, es signo de unos tiempos que merecen ser cambiados. Unos tiempos en los que el Angelus Novus que pintó Klee y del que habló Benjamin no puede cerrar ya las alas que le empujan hacia el futuro.

lunes, 27 de abril de 2015

LA BOLIVARIANA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA

Contaba hace unos días un diputado que se le había ocurrido twittear la siguiente expresión: “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad, está subordinada al interés general”. Dice el susodicho, que ipso facto le contestaron unas cuantas decenas de los que le siguen en la citada red y, sobre todo, otros muchos que no sabía quiénes eran. Apunta el mentado que, uno de los epítetos que más le repitieron, fue el de “bolivariano.”  Va a ser pues que, en lo tocante a insultos, bolivariano se ha convertido hoy en equivalente de lo que hace tres o cuatro décadas fue “bolchevique” o, tal vez, leninista. No debería, en todo caso, preocuparse el diputado de marras:  los más que intentan denigrar a alguien llamándole “bolivariano” no tienen ni idea de quién era el tal Bolívar. O por su nombre completo, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Ponte Palacios y Blanco. Ya saben, el libertador al que invocan a cada paso otros que parece que tampoco saben muy bien quién fue el , con justicia, llamado “Hombre de América”. Lo más curioso, para el caso, es que en algunas bocas se ha puesto de moda identificar a Bolívar con Marx, como si fueran primos hermanos. Debe ser que no conocen que lo menos malo que Marx dijo del venezolano es que era un “falso libertador que simplemente trataba de preservar el poder de la vieja nobleza criolla a la que pertenecía.” A lo que añadió no pocos alfilerazos de escarnio. A fin de cuentas Marx era un europeo que no podía deshacerse tan fácilmente de sus prejuicios etnocéntricos y, aunque, respecto de Bolívar, en algunas cosas acertara, en otras, desvarío de lo lindo. 
Convendría, por tanto, no confundir el bolivarianismo, que pergeñó el finado Hugo Chávez metiendo en coctelera escritos de Bolívar y de otros cuantos pensadores, con lo que diría Bolívar si levantase la cabeza. De hecho, raro sería que Bolívar pudiese decir que “toda la riqueza del país está subordinada al interés general”. Seguro que Chávez, si lo asumiría. Y también su seguidor, aunque no sepa distinguir la mano derecha de la izquierda y gobierne desde la reacción con incendiaria retórica izquierdista. 
Volvamos al inicio. No extraña que le llovieran tantas críticas al diputado que se le ocurrió twittear  la tal expresión. Si asombra, o al menos eso le llamó la atención al citado político, que varios de los que le criticaron por poner en las redes tal aserto, fueran diputados de otros grupos políticos. Y también representantes públicos de otros niveles (diputados autonómicos y alcaldes y concejales). Le pasmó, decía sin salir de su asombro, porque todos ellos han jurado o prometido –algunos las dos cosas- la constitución española de 1978. No sólo aplicarla. También defenderla. Pues resulta que la constitución  dice en su artículo 128, apartado primero para más señas, que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad, está subordinada al interés general”. Al general, no al privado.  Por tanto, concejales, diputados, senadores y todos los cargos públicos que juran o prometen la constitución están obligados a defender que la riqueza del país se debe subordinar al interés general. Claro que treinta años seguidos de gobiernos que han hecho lo contrario, seguramente ha generalizado el olvido de esta obligación.
Bueno sería que los munícipes que tomen posesión de aquí a poco más de un mes, también los diputados provinciales y los autonómicos, se leyeran la constitución antes de prometerla o jurarla. De lo contrario, como muchos de los que están y de los que se van, van a cometer un perjurio continuado. Bueno sería porque, tal vez, algunos no la jurarían o prometerían. O lo harían por imperativo legal, o poniendo objeciones a algunos artículos o cruzando los dedos por detrás o vaya usted a saber. Lo más divertido es que muchos de los que no creen en el artículo 128 –ni en tantos otros- se niegan de rotundo modo a que se cambie una sola coma del texto constitutcional. Prefieren ser perjuros a darle la razón a quienes dicen que la constitución necesita algo más que chapa y pintura. 

martes, 31 de marzo de 2015

UNA DE MIEDO

El miedo está presente en nuestras vidas de muchas formas. Hay miedos exacerbados y otros como tímidos. Hay miedo a perder el trabajo, a que te deje una novia, a tener un accidente o a que enferme alguien que quieres. También a no ir en una lista electoral e incluso a perder (o ganar) las elecciones. Miedo, tengo miedo, cantaba Marifé de Triana (y luego Rocío y luego “la” Pantoja). El miedo está presente en todas las culturas, en todas las sociedades, aunque cambie de forma. El miedo es, como decía Bauman, el nombre que damos a nuestras incertidumbres, esa extraña sensación de ignorancia ante lo que nos amenaza y que hace –evolutivamente- palpitar nuestro corazón más deprisa. Los relatos tradicionales, signifique esto lo que signifique, llevan años preparándonos para afrontarlo: que si el hombre del saco, una buena víbora –que decían Les Luthiers-, las ánimas de la Santa Compaña, el sacamantecas y todos esos que de pequeños nos daban pánico y de mayores, también, pero disimulado.  También asustan esos personajes salidos de manos hábiles que se han popularizado: el extraño mister Jekill, Frankestein, Drácula, Freddy Krueger o esa legión de zombies, vampiros y personajes postapocalípticos. 
Pero con esto del miedo pasan cosas raras: hay quien viendo a la niña del exorcista, por decir algo, siente un sudor frío. Y también quien roza la hilaridad. A quien ve una culebrilla y corre y corre hasta no parar. Otros disfrutan viendo como una boa constrictor se envuelve en el cuello de Salma Hayek (o cualquier imitadora) en una película de Robert Rodríguez. O sea, que no a todos nos provocan miedo las mismas cosas. Ni de la misma manera. En muy buena medida, porque el miedo es aprendido o construido, como quieran. Y eso lo saben muy bien los que se dedican, consciente o inconscientemente, a propagarlo. Por ejemplo, los reyes del entretenimiento –entre los que se incluyen algunos medios otrora serios-. Me refiero a esos que saben perfectamente que la gente asustada no critica (¡cómo criticar lo que pasa en tu empresa si te pueden despedir!); a los que presentan cada episodio atmosférico (por ejemplo, que hace frío en invierno y calor en verano, dónde vamos a parar), como un antecedente directo del sonido de las trompetas que derrumbaron las murallas de Jericó.
Intencionado o no, algunos medios de consumo cultural y también de los que antes fueron de comunicación, se han convertido en el principal instrumento de control social mediante la extensión de angustias sociales hasta lo patológico: atemoriza y dominas, parece que es el axioma con que trabajan. Siente miedo y serás dominado (o comprarás el magnífico producto que te vendo). La cultura del miedo se expresa por doquier: cuidado con lo comes, cuidado con lo que haces; cuidado con el vecino y con vivir solo. Cuidado con las  medicinas que tomas y más aún con no tomarlas. Todo en la vida es riesgo. Levantarse ya es arriesgado. Mejor, por favor, quédese en casa viendo por televisión cuántos desastres se reparten por el mundo (aunque, sepa Dios por qué, solo le tocan los pobres).  No haga nada. Así podremos criticarle por no hacerlo y responsabilizarle de todos los males del mundo. Y también, y sobre todo, podemos justificar cualquier cosa que hagamos para evitarle a usted, atemorizado ciudadano,  esa ansiedad que el televisor le provoca cuando no hay fútbol. 
 Pasaron las elecciones andaluzas. Con ellas un montón de miedos. De los que querían que no cambiara nada. De los que querían que cambiara todo. De los que decían sin mí, el caos. Y fue lunes, y todo siguió igual. Ahora vienen las municipales. Y las autonómicas. Y las catalanas después, tal vez. Más tarde las generales. Pues bien, no digo a quien voy a votar, porque sabido es. Pero, como consejo gratis: por favor, no vote a quien le quiera meter el miedo en el cuerpo.  Quien lo haga posiblemente esconda bajo la cama, cinco lobitos tiene la loba, un atisbo de pensamiento totalitario.

martes, 3 de marzo de 2015

(RE)GENERACIÓN, (DE)GENERACIÓN Y DES(ORIENTACIÓN)

Pocos años después de que la famosa Bastilla parisina fuera demolida sin dejar piedra, se instaló en el lugar que ocupaba una escultórica fuente, que fue llamada de la Regeneración. Era la mentada figura una mujer que semejaba ser reina egipcia. Brotaban de sus senos dos chorros de agua blanquecina que los buenos revolucionarios se aprestaban a beber. Como si las nutricias aguas los convirtieran, más allá de su pasado, en hombres nuevos en pleno proceso de renacimiento.  Ni que decir tiene que de la fuente, inaugurada en la que fue fiesta de la "unidad e indivisibilidad de la república", no queda ni rastro. Y de los afanes regeneracionistas de aquellos días, más bien algunas pesadillas y anhelos incumplidos. 
A cuento viene esto porque, sin tener que salir de las fronteras de nuestro país, desde entonces para acá, hemos construido y derribado tantas fuentes regeneradoras, que no sabemos ya si andamos hoy en plena generación o, como algunos retrógrados les gusta decir, sumidos en la degeneración. Claro que, sin revolución mediante, aquí la discusión la iniciamos un poco antes de que el rey francés perdiera la cabeza. De hecho, allá por los inicios del siglo XVI no pocos tratadistas castellanos se enzarzaron en polémicas literarias acerca de la licitud moral del arte de la medranza. Aunque muchos significados tuvo este término, siglo y medio después dejó Baltasar Gracián muy clarito su sentido en su inigualable El Criticón: “quien quisiere entender de raíz la política, el modo, el artificio, curse esta corte; aquí le ensañarán el atajo para medrar y valer en el mundo, el arte de ganar voluntades y tener amigos.” Desde entonces hasta hoy, la política en las Españas ha sido un combate continuo entre aquellos que de modo deshonesto miran principalmente para sí, y quienes pretenden que la política sea mirar para todos. 
Desde que el jesuita aragonés escribiera en 1651 las palabras dichas, los siglos nos han traído arbitristas, ilustrados, regeneracionistas de toda laya o noventayochistas predicando, cual pastores evangélicos, la necesidad del hombre nuevo. Más o menos como hoy. Y ello, sin saber bien qué quiere decir eso de regenerar la política pues, como decía el obcecado reaccionario de don Pío, “oír regeneración y escamarme es todo uno. Es una palabreja que está en boga. Para Sagasta significa estar en el poder; para Silvela, llegar a probarlo, y para Weyler, hacer del país un cuartel.” También hoy deberíamos recelar de ciertos personajes que tienen todo el día en su boca el llamamiento a la regeneración cuando son quiénes más han hecho para que ésta sea necesaria 
Como sea, intuitivamente no queda nadie que no entienda que, con un nombre u otro, resulta necesario denunciar la corrupción y el nefasto uso que del poder se hace por quien se cree su propietario y no su mero usufructuador. Vístase con la camiseta partidaria que lo envuelva. Y ello, por supuesto, sin deslizarse, cómo fácilmente les ocurre a más de uno, hacia derivas claramente antidemocráticas. En última instancia, como la historia nos ha enseñado aunque no lo hayamos aprendido, éstas, son en sí mismas corruptas. Pero es la historia un poco como la yenka y lo mismo va adelante que atrás, lo mismo a la derecha que a la izquierda. Si Fukuyama proclamó el fin de la historia, en continuidad con su neoliberal pensamiento dicen algunos que  para que los cambios se logren, hay que acabar primero con la distinción entre derecha ni izquierda. Mensaje nuevo que, no obstante, lleva repitiéndose desde que la distinción dejó de ser geográfica para ser ideológica. Mas olvidan algunos que las metáforas orientacionales, que dirían Lakoff y Johnson, van tan de la mano que sin izquierda no hay abajo, como sin derecha no hay arriba. Cuestión de campos semánticos. Pero mientras se discute sobre semántica, la cuestión clave, a saber, cómo distribuir la riqueza, pasa desapercibida o se desliza hacia un segundo término. Pasan los días y se agudiza su desigual reparto: cada vez menos, tienen más; cada día más, tienen menos. 
No se trata sólo de un problema de índole económica como muchos contables vestidos de gobernantes reiteran vendiendo una neutralidad de la que carecen: a la idea de cómo deben distribuirse los recursos que en el mundo hay, subyacen nítidas concepciones de la sociedad y del ser humano. Lo malo es que cuando algunos se les pone frente al espejo de lo que defienden, de las ideas  que sobre el ser humano subyacen a sus propuestas económicas, se niegan en redondo a reconocerse, aunque sotto voce sin manteniéndolas. Al final, las disonancias se imponen, verdad querido ministro, y antes que cambiar las ideas económicas se cambian las convicciones sobre el ser humano y la sociedad. Y así, el que reclama solidaridad la vende envuelta en pleno darwinismo social.  
Ya lo decía Benjamín, “la tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el estado de excepción en el que vivimos.”