"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

lunes, 30 de diciembre de 2013

EL POPULISMO (NOS) SALE MUY CARO (o el Déficit de Tarifa)

Andan los metafísicos contemporáneos devanándose los sesos por la irrupción de un nuevo problema que se antoja irresoluble para filósofos. No se trata de averiguar qué es el ser, qué la esencia y que la eternidad  pues la respuesta a estas cuestiones la dejaron escrita en el viento los chicos de Siniestro Total. El nuevo tema que ahora les cuestiona es cómo desentrañar los mecanismos que explican el precio de la energía en España. No cómo entender la factura, sino por qué cada cosa vale lo que cuesta. Y así que si subasta para arriba, que si ministro para abajo nos la lían parda cada día.  Y entre tanto follón, parece que pocos quieren acordarse que parte del problema nace del barato populismo del señor Rato que, además de hundir empresas en varios sectores y visitar el FMI, fue ministro de la cosa del dinero.
Liberal que era el señor, decidió que nada mejor que el precio de la energía eléctrica se sometiera a los vaivenes de lo que algunos han llamado libre mercado que mercado es, pero de libre poco tiene. Pero, parece ser, se asustó de los efectos que en votos esta medida podía tener y decidió, sin aparente contradicción, que el mercado eléctrico sería libre pero regulado. O sea, libre para que las compañías ganaran, pero regulado para que, si no llegaban a lo esperado el gobierno, o sea todos nosotros, les compensáramos. Se inventó un bonito concepto: el déficit de tarifa. ¿Pero, hay tal? 
Cuánto cuesta producir energía eléctrica, pongamos en el embalse del Burguillo inaugurado allá por 1913. Supongo que, como hace tanto que las turbinas comenzaron a dar vueltas, producir esta energía no es particularmente costoso porque la empresa propietaria solo tiene que cubrir los costes de mantenimiento de la central que, por lo demás, ya está más que amortizada. Y lo mismo ocurre con gran parte de las centrales hidroeléctricas del país que llevan funcionando decenios. Sin embargo, la producción de electricidad en una central térmica, pongamos por caso la de la Robla, en León, aunque podría ser otra, es muy cara a pesar de hallarse en un lugar magníficamente comunicado. De los dos grupos que tiene esta central uno no lleva ni treinta años conectado a la red, por lo que todavía la inversión estará lejos de ser amortizada. Pero, además, funciona con carbón cuya producción está subvencionada para que sea rentable (ayudado porque las mineras son buenas en el arte de recoger subvenciones y despedir trabajadores o precarizarlos). Eso cuando no se tiene que importar de allende el mar. Y aquí no incluimos los costes derivados de la contaminación producida, que no es poca, según cuentan los informes de la propia empresa. 
También es diferente lo que cuesta producir electricidad en las diez centrales nucleares, diez, que cuenta el país y que, de paso sea dicho, han sido convertidas, malgré tout,  en la segunda fuente de producción energética del Estado. Esta energía resulta muy cara y no sólo por las descomunales inversiones que fueron precisas, incluyendo las que nunca llegaron a producir un kilovatio, como Lemoniz. Sumémosle a estos costes los derivados de la cercana fábrica de enriquecimiento de uranio de Juzbado, en la provincia de Salamanca, el centro de almacenamiento de residuos radiactivos de El Cabril, en Córdoba, y el famoso ATC que se quiere sembrar en la Mancha. 
Más difícil resulta calcular el  coste real de la producción eléctrica a través de las necesarias y cada vez más numerosas, hasta la llegada del actual gobierno, energías renovables. Difícil en su conjunto porque junto a grandes inversiones que precisarán años para la amortización, hay otras menores; de la misma forma que hay algunas que llevan muchos años y otras que son recientes.  En adición, no es lo mismo una central eólica que una solar o que la producción a través de los llamados biocombustibles. Ni tampoco las primas que unos y otros han podido obtener en los últimos años. En suma,  hay energía eléctrica muy barata y otra muy cara en  función del procedimiento utilizado para generarla. Sin embargo, por la línea que conecta nuestras viviendas o nuestras empresas a la red no hay discriminación de origen: la barata y la cara llegan, por así decirlo mezcladas. Aquí dónde está parte del negocio: los consumidores pagamos toda al precio de la más cara. Da igual de dónde venga. Lo mismo da que haya sido producida en el citado Burguillo, en La Muela, en Vandellós o en Las Cogotas, donde hace pocos años se instaló una minicentral que, el alcalde dixit, permitiría pagar toda la luz de Ávila. Pero, imagine usted que va a comprar cuatro cajas de cualquier producto cada una de ellas con una calidad y un precio. ¿Consentiría que se las cobrasen todas al precio de la más cara? De ninguna manera. Cada una a su precio o, cuando menos, hágame la media. Sin embargo, con la electricidad no es así porque la pagamos toda al precio de la cara, aunque además no sea de más calidad. Dicen que, además de subastas, peajes y otras zarandajas varias, hay un déficit de tarifa porque  venden por debajo del precio de producción y eso hay que pagarlo a parte. Pero esto no llega ni a verdad a medias que, entre otras cosas, nos obliga a pagar la energía barata a precio de oro y la cara, también. Y eso porque a este lío del no déficit de tarifa hay que sumarle que las subastas son puramente especulativas y nada tienen que ver con el precio real de la producción del kilovatio

lunes, 16 de diciembre de 2013

ESPECTÁCULOS A GOGÓ

Se ha convertido ya en tópico decir que todo el mundo está conectado, hiperconectado dicen algunos, y que la inmediatez con que las noticias corren merced a las redes sociales y otros instrumentos permite que todo se sepa al instante en cualquier lugar del planeta. Así será seguramente. Sin embargo, he tenido la oportunidad de pasar unos días en un lugar donde la cosa del internet era quimera y las oportunidades para informarme de lo que acontecía se limitaban a una cadena de televisión local. Fue pues agradable sorpresa ver que en los titulares del informativo se anunciaba una noticia sobre España en la que, según se avisó, se daría cuenta de la ejemplar decisión de un político andaluz. No es que esperara conocer alguna dimisión, pues sabido es que aquí no dimite nadie. Imaginé que hablarían de los líos de los ERE, de la nueva presidente o de algo semejante. Mas mi gozo en un pozo.  Al parecer, en estos tiempos de políticos tan denostados, uno, alcalde de un municipio malacitano, no me pregunten cuál, había decidido dimitir de su puesto para marcharse a Panamá donde un amor le esperaba para contraer matrimonio. La noticia, cual se debe, vino profusamente ilustrada con imágenes del lugar, palabras del munícipe y, cómo no, de los vecinos del pueblo.
Si tal noticia me causó cierto estupor, no fue menor el que me asaltó al día siguiente al oír el anuncio de una formidable polémica suscitada en Cataluña. Cómo no suponer que el tema en cuestión sería la independencia, aunque aún faltaran algunos días para que Mas anunciara las preguntas de marras, o cualquier otro asunto que llenan páginas en los periódicos, como las agencias de investigación, o que no salen en los papeles como que el abogado de la presidenta del PP es el mismo que, siendo juez, redactó la condena a muerte a Puig Antich. Pero hete aquí que no. Que la pelotera  nacía de que algún avispado ha llenado el mercado prenavideño de “caganer” con la imagen de la Virgen de Montserrat. 
Aunque no digo yo que no moleste a más de uno ver al descuido la oscurecida conclusión de la espalda de la Mare de Déu en tan escatológica disposición, ambas noticias me llevaron a pensar qué sabrían los habitantes de aquel del lugar de lo que ocurre en España. Nada de crisis, parados, recortes, inepcias y corrupciones: solo amor y burla indisimulada. Pues qué alegría. Y qué desvarío. El problema, si lo es, es tanto qué conocen los otros de nosotros, como qué somos nosotros capaces de saber de los otros. Porque un repaso a las noticias que de otros países nos llegan, pone nítidamente de manifiesto que solo aquello que es insólito, incluso donde acontece, nos es vendido a través de los canales televisivos. Es decir, da la impresión de que conocemos de los otros, incluidos nuestros exóticos cercanos, un conjunto de estereotipos animados con curiosidades que atraen al espectador. Por ejemplo, sabemos con quién se fotografió Obama en el funeral de Mandela, pero no cuáles eran las bases del pensamiento político de éste más allá de una síntesis repetida por los telediarios. Por si poco fuera, con excesiva frecuencia, estas noticias son resaltadas por la prensa digital en esa sección que las ordena no por su relevancia o impacto en nuestra vida cotidiana, sino por su popularidad medida en “lo más visto”. Al final va a tener razón Vargas Llosa cuando denunciaba en  su ensayo La civilización del espectáculo que en nuestra sociedad  entretenerse y huir del aburrimiento se han convertido en valores fundamentales. 
Frente a  esta tendencia, nuestras des-preocupadas autoridades educativas, en lugar de hacer que nuestros jóvenes aprendan a pensar por sí mismos, eliminan cualquier posibilidad de reflexión propia en los nuevos planes que aprueban. Luego que nadie se extrañe si, como ha ocurrido, se recogen más de 70.000 firmas para que sean otros los actores protagonistas de 50 sombras de Grey y menos de diez mil para solicitar al Senado que la Lomce no redujera la filosofía más de lo que ya  lo hizo la Loce. 

domingo, 8 de diciembre de 2013

DE CAUSAS Y EFECTOS

Desde Aristóteles hasta nuestros días miles han sido las páginas que se han escrito para elucidar la diferencia entre causas y efectos o entre tipos de causas. Y, aunque a nadie que camine por el campo y vea el suelo mojado se le ocurriría decir que el barro que pisa es causa de la lluvia, sino su efecto, se repiten con profusión los discursos políticos en que las unas se revisten con el ropaje de los otros. Difícil resulta pensar, las más de las veces, que no hay una explícita u oculta intencionalidad en tal confusión. No es, por supuesto, novedad reciente. Una mirada al pasado, cercano o lejano, permite observar cuántas han sido las veces en que los verdugos se han querido presentar como víctimas para justificar sus desmanes y tropelías. Costumbre ha sido de regímenes totalitarios y democráticos buscar, por ejemplo, un chivo expiatorio para cualquier crisis, real o ficticia, y presentarlo como causa de todos los males imaginables, aunque fuera quien más duramente recibiera sus efectos. De hecho,  no hay más que ver cualquier informativo, para comprobar cómo se responsabiliza a los que sufren de los sufrimientos que les son infligidos y aún se les quieren hacer pagar el bienestar de los que lo tienen.
¿Cuántas veces hemos oído, y tendremos que seguir escuchando, que la causa de la crisis es que los que nunca habían vivido bien han querido vivir por encima de sus posibilidades? Que la causa de su pobreza es que han tenido el anhelo de comer cada día, de tener un trabajo y una casa. Como si eso fuera privilegio exclusivo de unos pocos y no derecho inalienable de todos. O, quedándose más cerca, que aquellos que quieren recuperar los cuerpos de familiares que fueron muertos y despreciados, solo quieren reabrir heridas (que otros les hicieron) cuando sólo pretenden cerrar las que siguen supurando. O que determinadas instituciones son imprescindibles porque gracias a ellas, se mantienen tales o cuales servicios que las más de las veces son innecesarios. 
Ahí están los numerosos próceres que repiten con una saciedad que revela lo mucho que en ello se juegan, que las diputaciones provinciales son imprescindibles para el mantenimiento de los pueblos. Pero, una vez más la relación causa-efecto va al revés: son los pueblos los que son imprescindibles para que haya diputaciones. Aquellos pueden sobrevivir sin éstas, pero estas caras gestorías no podrían subsistir sin aquellos. De hecho son los municipios quienes con sus peticiones continuas permiten que las diputaciones existan. Es más, pueblos hay que solicitan ayuda o asesoramiento a otras instancias públicas o privadas prescindiendo de las diputaciones y siguen manteniéndose como si tal cosa. No hace falta salir de nuestra provincia, ya no digamos de nuestra comunidad autónoma, para ver ayuntamientos que prefieren gastarse sus dineros (los tengan o no, que esa es otra cuestión), contratando abogados, arquitectos o lo que precisen, sin acudir a las diputaciones.
No falta tampoco quien acuse de todos los males del mundo a aquellos que no se avienen a remar en la dirección que decide quien manda, aunque a veces este ordene dar vueltas en círculo buscando una salida del laberinto en que a todos ha metido. Ante el aplauso complaciente de algunos de sus seguidores, un conocido responsable político osó, un mes atrás, asegurar que la causa de nuestra falta de progreso es que la oposición no le da la razón y le critica cada vez que tiene una idea –no dijo si ésta era buena o mala-. Totalmente henchido por la beatífica sonrisa de los suyos completó su palabra diciendo aquello de que para lo que hacían, esa molestia diaria, sobraban y mejor harían con irse a otro lugar. Por supuesto, todo ello sin dejar de pensar que su discurso institucional era la encarnación de los valores democráticos, como añadió más tarde.
Que no se atreviera a pensar que tal vez la causa de las críticas, y de la ausencia del progreso que reclamaba, era su pésima gestión, no es novedad porque decenios llevamos, en nuestro país y en otros, haciendo responsables, esto es causantes, de todas las perversiones de la vida moral a quienes las denuncian y no a quienes las practican. 

lunes, 18 de noviembre de 2013

EL MURO

Una de las más absurdas, y a la vez dramáticas, cosas que he podido ver son las tres vallas que componen el muro que, en medio del desierto cerca de Tijuana, separan México de los Estados Unidos. Viendo esta estructura kilométrica que se adentra en el Pacífico, la imagen que se me venía a la mente no era la tan castellana expresión de “poner puertas al campo”. Más bien, me asaltaba el recuerdo de la Cortina de Hierro, que dicen en la América que habla la misma lengua que nosotros y que nosotros denominamos en su día Telón de Acero. Cierto que en algunos lugares esta cortina era poco más que una alambrada que mal podía detener el paso de nadie. De no ser, por supuesto, porque permanente estaba vigilada por metralletas que eran disparadas sobre cualquiera que se acercara. En otros lugares, el más conocido Berlín, el telón se sustituyó por un muro de hormigón semejante al que en nuestros días el Estado de Israel construye para aislarse de los palestinos o el que Haití, siempre olvidado si un terremoto no lo sitúa en primer plano de la actualidad, quiere levantar en parte de su frontera con la República Dominicana.
Puede alegarse, no faltará quien lo haga, que no siempre persiguen el mismo fin estos parapetos. Así, el Telón de Acero se hizo para impedir que nadie saliera de los países totalitarios que lo levantaron. El de los Estados Unidos, sin embargo, se ha construido para impedir que nadie que llegue del sur y haya logrado superar el desierto, pueda entrar. Pero, con uno u otro objetivo, el resultado ha sido siempre el mismo:  el enriquecimiento de las mafias que buscan pasos ocultos y la muerte y desolación de quienes, siguiendo el rumbo de las nubes que ningún muro detienen, quieren andar los caminos para dar una mejor vida a los suyos.
Quien se escandalice, y muchos son, por la presencia de estos muros, pasados y presentes, que se hallan en parajes alejados u olvidados, deberá necesariamente sentir aversión por las recientes medidas que nuestro gobierno ha adoptado para fortalecer la valla de Melilla. Para mejor protección, dicen, serán reforzadas con cuchillas que hieran a quien las quiera escalar y con la concertina, inventada en la primera guerra mundial para mejor matar a todos los que querían salir de las trincheras y quedaban enganchados en ella. No parece en este caso que el conocimiento de la historia nos lleve a eludir errores en el presente. De hecho, aún no se han olvidado los ecos de los efectos que esta medida tuvo cuando en 2005 el gobierno precedente ordenó que la alambrada melillense se llenara de cuchillas. Dos años después, tras constatar cómo cientos de personas resultaban heridas de gravedad sin posibilidad de tener posteriormente asistencia médica, el mismo gobierno que las puso hubo de hacer caso a la presión de las asociaciones de derechos humanos y retirarlas.
Y hoy, ahí vuelven a estar las cuchillas y la alambrada coronada por esa concertina de seguridad con nombre de instrumento musical mientras nos indignamos por centenares de muertos en la Isla de Lampedusa y por la hipocresía de quienes lo lamentan mientras los condenan a morir ahogados. Pedir la eliminación de esas cuchillas que llenan el suelo fronterizo, por el lado marroquí, de sangre de quien sólo quiere vivir, no es una cuestión ideológica. No tiene que ver ni con las izquierdas ni con las derechas o con ser mediopensionista. Es simplemente humanidad. Nadie que quiera llamarse humano puede pensar que no son responsabilidad nuestra los muertos que caen al otro lado de la valla o los que se ahogan en las aguas el Estrecho.

martes, 5 de noviembre de 2013

¿DEMOCRACIA A LA GRIEGA?

Frases hay que, de tanto repetirlas, nada dicen. Quedan tan vacías que su significado se torna extraño. Tanto que no prestamos atención al contenido de las palabras proferidas. En estas divagaciones me sorprendí al escuchar hace unos días a quien me repetía que, ante la actual crisis del sistema de partidos, hay que volver a la "democracia a la griega”; pero  a la clásica, me quiso aclarar, no a la  de la actual Grecia, que, al fin y al cabo, es tan caduca como la nuestra. Parece que extrañó a mi interlocutor mi cara de estupefacción porque raudo añadió: lo que hay que hacer es "devolverle el poder al pueblo". Pero, si difícil es devolver lo que nunca se ha tenido, ya no quise preguntarme quién tenía que devolverlo. Bienvenida, en todo caso, la intención sea que me recordó al espanglish del más conocido éxito de Molotov, la banda mexicana:
Dame dame dame dame todo el power 
para que te demos en la madre 
Game gime gime gime todo el poder 
so I can come around to joder  
Dámele, dámele, dámele, dámele todo el poder 
Dámele, dámele, dámele, dámele todo el power  

Rolas contrafrijoleras aparte, tal vez fuera bueno recordar que entre la democracia griega y la actual lo único que hay en común es el nombre. Como hace ya años señalara Sartori, en estos ámbitos homonimia no debe confundirse con homología.
Pero, ya puestos, podríamos preguntarnos si acaso puede la democracia griega, la clásica, me refiero, enseñarnos algo sobre el sistema político que hoy llamamos tal. Y lo cierto es que más allá de vaivenes románticos, lo cierto es que no. O, muy poco. Entre otras cosas porque, por mucho que se identifique la polis con la ciudad-Estado, nunca fue Estado. O lo que hoy conocemos por tal. Sin embargo, lo que hoy llamamos democracia parte justamente de la existencia de esta estructura y en ella debe desarrollarse. Cierto que no ha de faltar quien proclame que, a diferencia de lo que ocurre en la actual democracia que se asienta en la representación, en Grecia era directa. Pero lo era porque se daban determinadas condiciones socioeconómicas que hoy nos parecerían aborrecibles (como un sistema productivo asentado en la esclavitud que parece algunos añoran); o como un sistema social en el que no existían ni libertades ni derechos que pudiéramos llamar individuales (aunque sólo fuera porque hubo que esperar a la llegada de los filósofos cristianos para descubrir eso de la “persona”).   
Cosa distinta es que esta constatación nos deba a llevar a limitar nuestro sistema político a un sistema electoral donde los gobernados sólo nominalmente ejercen un poder que es detentado, no pocas veces de modo arbitrario, por quienes de él viven. Y en el que, además, se mantienen, en demasiadas ocasiones, debido a la que Michels denominara “Ley de hierro de las oligarquías”. O algo tan alejado del interés general como que ahora no les viene bien dejarlo porque no tienen otra cosa de qué vivir como les pasa con tantos conocidos que para qué enumerar. Parece pues que hemos pasado en las últimas décadas de una democracia gobernante a una democracia gobernada por unos pocos en la que, nuevamente Sartori dixit, lo relevante es el control de los mecanismos de formación de opiniones. Justamente por ello, y tal vez consciente de que no hay democracia sin opiniones libres, una querida periodista abulense concluyó meses atrás su conferencia sobre Josefina Carabias en el foro Guiomar de Ulloa recordando que sin medios de comunicación libres, no hay democracia. Y libre no es, en este caso, una abstracta noción sino un mero sinónimo de capacidad de enfrentarse a quien manda sin el temor de que éste ahogue económicamente a la empresa en la que trabajas. Pero, tan importante como eso, sino más, para garantizar uno de los puntales de la democracia cual es la libertad, es tener un sistema educativo que no sea doctrinario. Un sistema, que con siglas o sin ellas, enseñe a los más jóvenes a pensar por sí mismos. Una educación doctrinaria, cualquiera que sea la doctrina, es patrimonio de los sistemas totalitarios. Y estos, incompatibles con la democracia.  

lunes, 21 de octubre de 2013

TRES ERAN TRES (o más)

Decreta la autoridad –elija el nivel que desee - que seis siglos atrás, tal vez siete, aquí todo fue paz y después gloria. Parece ser, según cuentan las crónicas contemporáneas, que en esta ciudad, y en tantas otras que gozan de mercado medieval, vivieron en paz y armonía nada menos que tres culturas. Tres. Ni más, ni menos. Como las tres morillas de Jaén, Aixa, Fátima y Marien. Tres eran tres, pero aquí, por llevar la contraria a la poesía popular, todas eran buenas. Tres, como los reyes magos que a esta ciudad le vienen haciendo falta desde hace años. Ocurre que al averiguar cuáles fueron las tales culturas leyendo los folletos turísticos – siendo más acordes con la época podrían haber se llamado pliegos - que las tres dichas eran las cristiana, judía y musulmana. Toda la vida pensando que eran religiones para descubrir ahora y a destiempo que son culturas. Me pregunto si habrá mañana alguien que vaya a comulgar, o simplemente a rezar, que piense que está participando en un acto cultural. Mas es vana pregunta porque quien participe de tal rito o práctica le dará un valor que se alejará mucho de lo cultural. Cierto que lo cultural y lo religioso son siempre hechos sociales, pero no  menos que no puede reducirse lo uno a lo otro por más que se fuercen los conceptos. Y menos reducir, a lo Geertz, la religión a un sistema cultural.
Aunque no sean lo mismo, me dice el adalid de la faramalla, comprende que la armonía religiosa no atrae tanto como la cultural y que, en definitiva, qué más da mientras venga gente. Algo, por lo demás, en lo que coincidirían ateo y predicador de aldea, por usar la terminología del mencionado Geertz. Y como quiera que lo veo solazarse descubriendo que nuestra ciudad, seis o siete siglos atrás, fue toda falta de antagonismo y rivalidad, ingenuo le pregunto si fue antecedente de lo que alguno, indebida y propagandísticamente, quiso llamar alianza de civilizaciones; o de culturas, porque así contado el cuento tampoco veo la diferencia. Más parece que mi pregunta le suena al vendedor de vanidades tan áspera como desabrida y acota que no podemos venirnos a la cercanía temporal del presente en que habitamos, porque “eso es política” y, además, señala, nos falta perspectiva. Y con ello se sienta mi interlocutor en la conclusión y envía al ostracismo a todos aquellos, Nietzsche u Ortega y Gasset entre otros, que se empeñaron en pensar que no hay forma de comprender el mundo sin caer en el perspectivismo.
Pero dejemos religión o filosofía y volvamos a nuestro –de todos, porque ya no hay pueblo o ciudad que se precie sin él- mercado de las tres culturas (medievales, eso sí) Preguntémonos cuántas culturas hubo sin pararnos a comprar chocolates, patatas o tomates que llegaron de América cuando ya la Edad Media había dejado de serlo. Y puestos preguntémonos, por ejemplo, si entendían mejor los dolores de parto quienes compartían religión o las que compartían los dolores aunque fueran de credos diversos. O si tenían más en común los adinerados judíos con los no menos ricos cristianos o con los judíos pobres. Género y dinero, pero también edad. O, ¿acaso se entretenía más la chiquillería musulmana con los ancianos de su misma religión que con los mocosos cristianos? O, ya puestos, con quién discutía de filosofía (o de teología) el que tenía capacidad para leer e interpretar textos, ¿con los alfabetos de distinta religión o con los analfabetos de la propia? ¿Cuántas culturas, dice? No listen to ask

lunes, 7 de octubre de 2013

EL ÚLTIMO PURITANO

 Seguro que los expertos en el tema son capaces de hallar múltiples conexiones entre dos figuras esenciales de la literatura norteamericana del siglo XX como son  T.S. Eliot y Gertrude Stein. Pero, quien pasee por la plaza de Tras-San Pedro, nominada del Ejército, podrá recordar que estuvo allí la casa en que durante un tiempo vivió quien fuera maestro de ambos: Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás. Vamos, George Santayana, el autor de La vida de la razón. El mismo que en nuestra ciudad da nombre, Jorge Santayana, a la principal avenida que atraviesa el Polígono de las Hervencias. Y a un Instituto de Educación Secundaria en la zona meridional de la ciudad. 
Pero, más allá de estos recuerdos, poco es lo que los abulenses sabemos de este filósofo. A pesar de que han pasado ya casi veinticinco años desde que Pedro García nos obsequiara con “El sustrato abulense de Jorge Santayana”, un libro que, además de rescatar gran parte de la inédita correspondencia del que algunos llaman “filósofo de Harvard”, recordaba los complejos lazos que lo unían a nuestra ciudad. Lazos sobre los que, por cierto, Pedro García profundizaría en otros artículos.
Tal vez sea ahora buen momento para traer a Santayana a nuestras calles. Aunque sea solo porque ahora comanda Europa quien bebe del puritanismo que tanto diseccionó nuestro paisano en un “una memoria en forma de novela”, su autobiográfico libro titulado precisamente El último puritano. Auténtico best-seller solamente superado en ventas en los Estados Unidos en el año en que se editó por Lo que el viento se llevó. Quizás esta obra del abulense disgustó a los lectores españoles de posguerra que vieron en ella la denuncia que el filósofo hacía de cualquier absolutismo moral. Incluido, pro supuesto, el que esos días imperaba en este país. O, tal vez, apesadumbró a quiénes no entendían cómo el hijo de católicos recriado entre los protestantes bostonianos prefería en la búsqueda de la vida buena el auto-conocimiento guiado por el materialismo y la ciencia. O, acaso molestó esa mixtura que su vida rezumaba entre el rigorismo y lo epicúreo. Lo que, por lo demás, no le impidió elegir un convento de monjas en Roma  para vivir los últimos años de su vida.
Quien quiera que haya leído Personas y lugares habrá podido descubrir ráfagas de deslumbrante lucidez entreveradas con el recuerdo de una infancia que nos cuenta cómo era la Ávila que quería ver finar el siglo XIX. Palabras, que sin quererlo nos muestran perspectivas diferentes de las que tan conocidas nos son sobre la España del 98. Claro que aunque reconozcamos las calles y los personajes, es esta obra una autobiografía filosófica de fácil lectura escrita por alguien que se consideró “huésped del mundo” y vivió en él con continua sensación de desarraigo. Y eso que frecuentó lugares y, sobre todo, personas que hubieran podido arraigarle. Personas con las que, como Bertrand Russell o William James tuvo una cercana familiaridad. Aún así, no abandonó la extrañeza ante el mundo en que vivía y que decidió afrontar desde una complicada heterodoxia que siempre lo acercó más a Spinoza que a Santa Teresa. Y, en medio de todo esto, Ávila siempre como referencia existencial. Quién sabe si estaría pensando en esta ciudad, a la que dedicó un capítulo específico en Personas y lugares, cuando, al ir a renovar el pasaporte,  falleció al caerse en las escaleras del consulado español en Roma.
Tal vez sea buen momento de traerlo a nuestras calles, aunque sea solo porque en un par de meses, cuando nos aprestemos al turrón, el 16 de diciembre, se cumplirán ciento cincuenta años de su nacimiento en Madrid. Qué menos que recordar al autor del poema titulado “Ávila”

viernes, 5 de julio de 2013

Diego Rivera en Ávila

    6 de Septiembre de 2012. Ante víspera de la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza en Ávila, Andújar y cuantos lugares se la venera. A miles de kilómetros, en la Colonia Lomas de Chapultepec, una de las más lujosas de la capital de México, se espera que La Virgen de la Cabeza, de Ávila, el óleo que en su día pintara Diego Rivera, se convierta en la estrella de la “Subasta de Arte Mexicano y otros artistas”. Decían los medios de comunicación en los días previos, que habría quien pagara más de doscientos mil euros por la obra pintada por el de Guanajuato en su visita a nuestra ciudad allá por 1907. Mas la prospectiva es extraño artificio y por encima del precio de salida no pujaron ni tan si quiera los especuladores de obras de arte tan de moda en estos días y que algún célebre preventivo presidiario ha hecho famosos. Así pues, la imagen mariana del retablo y la abulense devota que le acompaña quedaron para ulterior ocasión. Dos meses después habría de llegar ésta, pero ya no sería la Virgen de la Cabeza la protagonista de la subasta. Pronosticaban los augures que en esa ocasión el precio que alcanzaría el cuadro del mismo autor denominado, por obvias razones, La catedral de Ávila, andaría en los 400.000 dólares.
   Mas como todo en la vida de Rivera, cinco veces casado, dos de ellas con Frida, las cosa se embrolla de tal modo que la “fiscalía central de investigación para la atención de delitos especiales y electorales” interviene tras una denuncia que alega que el propietario no es quien dice serlo y que pide, infructuosamente, que la casa de subastas acredite suficientemente la propiedad del lienzo. Tantas veces se duda de quién es el autor y aquí que se sabe, se ignora quién es el propietario. Cosa de herencias. Pero grave asunto por tratarse de un pintor cuyas obras son consideradas en México desde hace más de seis décadas “Monumento Artístico de la Nación”. Como fuera, transitoriamente, la sede de la fiscalía mexicana devino centro de depósito de museo como el que en su día prometieron sucesivos gobiernos que habría en Ávila y nunca llegó.
    Diego Rivera, o para las cosas del bautismo Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, el más conocido muralista mexicano, el hombre que escandalizó a propios y extraños al atreverse a pintar el retrato de Lenin en el hall del Rockefeller Center neoyorkino; el mismo que pintara el deslumbrante Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central y los sugerentes murales del Palacio Nacional mexicano, había iniciado su andadura europea en nuestro país. De la mano de Chicharro, su maestro en Madrid hace poco más de un siglo, llegó a Ávila donde quedó deslumbrado por la luz que aprisiona en su paisaje del Valle Amblés cruzado por un Adaja de meandros e islas que anuncian su escasa profunidad. La misma luz que aparece en su cuadro Camino de las afueras de Ávila, en el que llama Calle en Ávila y, oscurecida, en los centelleos nocturnos que, con otra perspectiva de la calle del Humilladero, permiten intuir los ábsides de San Vicente 
   Lástima no tener aquí un museo que acogiera, aunque fuera en temporal exposición, estos cuadros u otros del mismo tenor y diferentes autores y épocas. Pena de no ser un referente cultural en España a pesar de los aislados esfuerzos de nuestros artistas. 

jueves, 13 de junio de 2013

SCHINDLER: UN MÚSICO POR LAS SERRANÍAS ABULENSES

   Y de repente, en una calle cualquiera de Piedralaves, un músico con acento alemán que al despuntar el siglo había colaborado con Strauss y Mahler, descargó un enorme gramófono aprestándose a grabar a cuántos se arremolinaban en su entorno. Y después de ese día, 4 de septiembre de 1932, se encaminó a Guisando, Arenas de San Pedro y Santa Cruz del Valle. Si en Guisando grabó 24 canciones, en Arenas fueron 27. Y, subiendo y bajando los puertos, fueron 25 en Navarrevisca y 23 en Hoyocasero. Y anduvo por Navalosa y San Martín del Pimpollar antes de encaminarse hacia Solana, entonces de Béjar, y Navalonguilla y regresar al Valle del Tiétar, donde casi no dejó pueblo sin escuchar. Fue así como este músico, que había dirigido la opera de Stuttgart y había sido ayudante de dirección de la Metropolitana de Nueva York, se encandiló con las rondas abulenses: 172 canciones grabadas en poco más de tres semanas convirtieron a nuestra provincia, por detrás de Soria y Cáceres, en protagonista de su Folk Music and Poetry of Spain and Portugal
   Fue eso allá por el 32 y, aunque publicada su obra en 1941, seis años después de que falleciera en Nueva York, aún podemos escuchar en sus grabaciones, con ruidos de fondo, las voces de quienes entonces vivían en los pueblos que hoy quieren vaciar. Y oyéndolas, podemos renegar, si nos place, de lo que escribiera el poeta, por lo demás tan admirado, que identificaba a los hombres de Castilla con “atónitos palurdos sin danzas ni canciones”. 
   Kurt Schindler, pues no otro era el estudioso músico, era un berlinés nacido en 1882 que se fue a vivir a los Estados Unidos por tantas cosas y ninguna a la vez. Aunque pasó gran parte de su vida tomando del vuelo la alegría del sonido que no se posa en tierra, la tragedia se empeñó en perseguirle. Si ser judío en tiempos de creciente antisemitismo no fue fácil, menos lo fue el suicidio de sus padres o el fallecimiento de su esposa, una actriz rusa con quien apenas pudo convivir dos años. Sea como fuere, este cancionero, por su variedad de géneros  de una extraordinaria riqueza y por su número de documentos, es, según Miguel Manzano, una de las pocas fuentes para estudiar documentalmente en transcripciones musicales el folklore musical de Ávila. 
   En tiempos en que la palabra patrimonio no se les cae de la boca a gestores que la vacían de contenido, recordar a Schindler es nombrar a una de las personas que más hizo por el olvidado patrimonio oral abulense. El mismo que ya entonces incitaba a resistir los embates homogeneizadores. Pero sin caer absorbidos por nuestro propio ombligo. No en vano el propio Schindler fue un políglota que viajó cuanto pudo por Europa, África y Oriente Medio, grabando músicas populares en discos de aluminio y tomando más de 3000 imágenes cuando fotografiar llevaba su tiempo. Pero escuchando sus grabaciones vemos, también, que la música popular, además de expresión de alegría, puede ser instrumento de resistencia. Aunque solo sea porque no hay cosa que más moleste a quien se empeña en vernos sufrir, que oírnos cantar y vernos bailar. Con eso no pueden.

martes, 14 de mayo de 2013

Cuando los santos se meten en política


     Días atrás, arrancando el mes, hemos vuelto a celebrar la fiesta del patrón. Por muchos desairado en una ermita que ha perdido todo el barrio que la rodeaba por mor de ciertas vistas e intereses, San Segundo concentra numerosos imaginarios abulenses. Los de los pasados que fueron y los de los que no pudieron ser; los de los sucesivos presentes que se concitan al lado del río, como ha recordado Belmonte en su pregón. Y, por supuesto, los del futuro que anhelamos más como sueño que como pesadilla que se nos quiere imponer.
          Pocos saben, ojalá me equivoque y sean muchos, que este venerado santo, por otros desdeñado, es el protagonista también de uno de los libros más importantes que la antropología española de fines del pasado siglo produjo. Me refiero a Un santo para una ciudad, de la profesora de la Universidad Complutense María Cátedra, quien muestra la vinculación entre lo político y lo religioso en el proceso de formación de las identidades colectivas de Ávila. Aunque el eje en torno al que el libro se articula sea la intensa e indefinida figura del santo, no es un tratado de historia o antropología local. Quienes se han acercado a sus páginas desprejuiciadamente han podido comprobar cómo la construcción de nuestras múltiples identidades es indisociable de los contextos regional, nacional e internacional en que se han ido figurando. Aunque habla de un santo católico, por lo que asoman entres sus líneas Trento, el papado y sus luchas contra los monarcas europeos, por las páginas de este libro, que ya cumplió la quincena subiendo y bajando de los anaqueles, se entrevé cómo San Segundo es, en muy buena medida, la concreción de una simbolización de procesos sociales, políticos y culturales que anudan conflictos entre diferentes formas de concebir una ciudad y la forma que en ella se ha de vivir.
         No son, con todo, estas divergencias algo acontecido exclusivamente en aquellos momentos en que el santo empezó a tener devotos seguidores en la ciudad. Es más, no hay forma de entender, como cuenta María Cátedra, lo acontecido en Ávila durante los últimos quinientos años sin ver qué han dicho del santo sus habitantes. En parte porque los cambios en la definición y la posesión del símbolo configuran unas identidades colectivas, las nuestras, que se sustentan no sólo en lo simbólico, sino en  la determinación de los centros de poder, en los movimientos sociales, en las relaciones sociales que se establecen en el interior de la ciudad y, por supuesto, en las luchas ideológicas que en ella se suscitan.
          Así pues, los procesos culturales a los que el libro de María Cátedra se refiere no están cerrados todavía. Son historia pero en la historia que hacemos y vivimos hoy  y que, de paso sea dicho, pocas veces es la que algunos historiadores del pasado quieren que sea. Aunque sólo sea porque algunos, so pretexto de una supuesta cientificidad prejuiciada prefieren licenciar al santo jubilándolo a la fuerza, y sin agradecimiento de servicios prestados, como si fuera un médico de la sanidad pública. Pero el santo, que no lo sabe, sigue concediendo deseos materiales a los pobres –que los que de todo tienen no necesitan pedírselos-. Un santo de los pobres. Qué manía la de los santos de meterse en política.

viernes, 19 de abril de 2013

El maravilloso mundo de Oz


    Algunos años antes de que Bettelheim escribiera su Psicoanálisis de los cuentos de hadas abriendo nuevas perspectivas respecto del genuino significado de las narraciones populares y folklóricas, valga la redundancia, Henry M. Littlefield ya nos había advertido de algunas de las ocultas alegorías que se encuentran  somewhere over the rainbow, en algún lugar sobre el arco iris por el que caminaba Judy Garland camino de Oz. Porque, ahora que los productores, al hollywoodiense estilo, nos quieren convencer de que toda la vida es un musical y nos aturrullan con secuelas y precuelas, para ver si algo cuela y nos despistamos de lo importante, no está de más recordar The Wonderful Wizard of Oz, la novela que al frisar el siglo XX escribió Lyman Frank Baum. Seguimos así el consejo del genial Martin Gardiner quien ya nos dijo  que Baum era tan afecto a la tolerancia como a la burla del nacionalismo estrecho y el etnocentrismo. Algo, por lo demás, tan necesario en estos de ombliguismo.
   Dorothy, campesina de Kansas, parte con su perro a buscar un lugar menos duro que el campo, un lugar sobre el arco iris en el que se pueda vivir de modo más alegre que en el siempre esforzado medio rural. Un campo, nos recuerda, en el que su tío jamás ha podido reir abrumado por las preocupaciones. Dimes, diretes y tornados después,  la mozuela, queriendo o sin querer, parece haber matado a la bruja del este –siempre hay que sospechar de lo que viene de oriente- y ha de escapar de la del oeste –no menos perversa, como todo lo que de ese rumbo llega-. Así pues, escéptica sin pretenderlo, aprende la buena muchacha que ni los gobiernos del este ni los del oeste son de fiar. Menos mal, que queda la Ciudad Esmeralda, aquella en que, en contraposición al reseco paisaje meseteño, brota la leche y la miel; aquella, en suma, donde vive el mago de Oz. 
   Lo que en el camino acontece es conocido por todo lector o veedor de la película. Caminando, caminante no hay camino, se encuentra con toda la sociedad de su época o de la nuestra. Primero aparece el hombre del campo, el  agricultor. Bueno, tal parece porque así se viste. Es nada menos que un espantapájaros anhelante de cerebro y crítico de aquellos que le atribuyen una ignorancia de la que se mofan. Porque siempre ha habido en las ciudades quien ha creído que el campesino poseía solamente una rudimentaria inteligencia. Todavía este país encumbró, no hace tanto, a cómicos cuyo único éxito era imitar a estereotipados hombres que del campo llegaban a la ciudad en los años 60 del pasado siglo. ¿Te acuerdas, Ramona?
  Aparece luego el robot, hombre de hojalata, es decir, el trabajador manual tayloriamente explotado. Ese que anhelan algunos empresarios que, sin empresa, dicen representar a los que se juegan su tiempo y su dinero creando riqueza. O sea, el trabajador que no tiene sentimiento ni pasión y del que lo único que interesa es su eficacia al menor coste posible. O dicho en términos clásicos, el trabajador alienado.Y si el labrador se empeña en mostrar su inteligencia, el obrero que quieren de hojalata enseñará su condición humana a través de su corazón. Y con ellos, un león cobarde, el rey de la selva nada menos; un león que ruge y no asusta porque ha perdido su corona en cacerías de cuadrúpedos y otros bípedos cuyo apellidos nos hacen rememorar al filósofo vienés enredado en su Tractatus.
   Y todos juntos, cantando alegremente por el camino del patrón oro, representado por el camino de baldosas doradas, llegan a la Ciudad de la Esmeraldas, la ciudad que creen verde esperanza. Más ay, que es verde por el color del dinero, del billete de a dólar. Y allí no están ni Tom Cruise ni Paul Newman dirigidos por Martin Scorsese. Quien en tan deslumbrante ciudad habita es nada menos que el presidente, digo el mago de Oz. Pero, prestidigitador descubierto, el mago, presidente de turno, repite una y otra vez a quien a él se dirige, “soy como tú”, “sólo soy un hombre más”. Y se queja de que le quieren hacer un escrache mientras huye. Pero el hombre apegado a la tierra, vale el espantapájaros, acostumbrado a mirar al suelo y esperar del cielo, le espeta: “eres un farsante”. 
   Menos mal que Baum sólo escribió un cuento. Menos mal que fue hace más de un siglo y que solo es, hoy, un musical. O quién sabe.

lunes, 4 de marzo de 2013

AGAPITO MARAZUELA (y el folklore)


Para el Santi, que se trajo lo mejor de Segovia     

     En 1932, mientras Albert Klemm y Kurt Schindler se adentraban en las serranías abulenses con diferentes destinos y objetivos, Agapito Marazuela,  nacido en 1891, obtenía el primer premio del Concurso Nacional del Música Folklórica con un cancionero que incluía, junto a otras de su segoviana provincia natal, algunas producciones recogidas en su deambular por la Moraña. Mas quien no las conociera tuvo que esperar para verlas publicadas. Mal le trató la postguerra pues su afiliación comunista le hizo recorrer los penales de Madrid, Burgos, Ocaña y Vitoria. Como fuera, en 1964 la Jefatura Provincial del Movimiento de Segovia publicaría su Cancionero Segoviano donde se incluían las tonadas morañegas. Años después, en 1981, tras ser parcialmente recuperada su memoria, la Diputación madrileña reeditaría dicha colección con el título de Cancionero de Castilla.   
  El pasado 24 de febrero, sin pena ni gloria, se cumplieron treinta años del fallecimiento de quien siempre se consideró un dulzainero al servicio del pueblo castellano. No falta, a estas alturas, entre nuestros coterráneos quien identifica el folklore con la estética del refajo y otros rancios aditamentos. Sin embargo, ahora que los agentes de la llamada tradición revisten sus máscaras “ancestrales” con  logotipos trasnacionales y la complejidad inherente al medio rural  entrelaza lo vanguardista y lo tradicional, bueno sería recordar qué existe un folklore que no se deja atenazar por la lógica del mercado.
En sus Quaderni del carcere, escribía Antonio Gramsci  que hay  básicamente dos formas de entender el folklore: una “fosilizada, conservadora y reaccionaria”, destinada a ensalzar las formas de vida pasadas; otra “creativa y progresista” que refleja “innovaciones determinadas espontáneamente que están en contradicción con la moral de los estratos dirigentes”. Traída a nuestros días la invitación del preso italiano, podemos descubrir cómo también en la época de la globalización existe una forma creativa  que opera de acuerdo con lo que Scott llamara “el arte de la resistencia de los dominados” y que rechaza la homogeneización cultural justamente a través de las respuestas folklóricas. Pero, si éstas eran en tiempos de Marazuela, canciones contra el poder cantadas sottovoce o en alegres e indisimuladas voces tabernarias o festivas, hoy se expresan a través del netlore, las cibermetáforas y los múltiples eslóganes y cantos callejeros. 
Folklore no es pues solamente recreación del botijo a la sombra de la era. Es, decía Gramsci, insurrecta “concepción del mundo y de la vida” en lucha soterrada tanto contra las perversiones pintoresquistas como contra la imposición de un estilo de vida definido por la  ausencia de elección. Porque, aunque pase desapercibido para muchos ojos, algunas de las formas de crítica a los poderosos que las flamantes tecnologías nos brindan hoy, comparten con los antañones relatos de resistencia no sólo su anonimato, libertad y multiplicidad, sino, sobre todo, su desconfianza con respecto a un discurso globalizador que conjura sus daños apelando a un mágico “progreso” producto de la competitividad y la innovación técnica. 
Marazuela halló en la Moraña un folklore que expresaba la creatividad de las gentes. Bien haríamos hoy en no condenar esa capacidad para imaginar a ser expuesta en vetustas vitrinas del exotismo conservador.

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domingo, 20 de enero de 2013

KLEMM VUELVE A BARCO


   Imbuido por las ideas de Fritz Krüger, uno de los creadores de la escuela de “Palabras y cosas”, llegó Albert Klemm a Ávila en 1932 con el objetivo de desarrollar una investigación que, siguiendo los parámetros de la Escuela de Hamburgo, trazara las relaciones entre la lengua que se hablaba en la provincia y su cultura material. Pensaba que, describiendo fielmente las actividades cotidianas de la gente, podría averiguar el sentido mismo de las palabras que utilizaban. Y a ello se dedicó con afán formulando el primer estudio de lingüística etnográfica realizado en nuestra provincia. Su minuciosa descripción recurrió a múltiples clasificaciones para hallar el significado de conceptos y palabras, muchas ya olvidadas, descendiendo a radiografiar nimios detalles de la cultura material. Como si fuera el último testigo de una cultura, que de hecho ya había desaparecido y se conservaba sólo en memorias de las personas con quien hablaba, Klemm quiso rescatar lo que ésta tenía “de autóctono y de arcaico”. 
   En busca de ese exótico arcaísmo y con un cierto determinismo ambiental como herramienta, Klemm se adentró en las serranías abulenses buscando pueblos perdidos que le confirmaran su implícita creencia de la supremacía del septentrión sobre el meridión y de lo urbano sobre lo rural. Aunque fuera pagando el precio del silencio sobre aspectos que pudieran contradecir esa opinión. 
   Y así, procedente de  Hoyos de Miguel Muñoz, tras detenerse en las localidades de la norteña faz de Gredos, llegó por vez primera en 1932 a Barco de Ávila antes de explorar el Barranco y las llanuras morañegas. Y digo vez primera porque en diciembre del año pasado, sus fotografías, gracias al esfuerzo del grupo de montaña Azagaya-Gredos, que tantas actividades realiza a lo largo del año en la comarca, llegaron nuevamente hasta la vera del Tormes.
   De la mano de este activo grupo cultural la exposición que en su día realizara el Museo de Ávila ha convivido durante casi dos meses con las numerosas actividades que a diario se desarrollan en la antigua Fábrica de Harinas de Barco de Ávila. Con ello,  los procesos culturales antañones que esas fotografías quieren contar se han entremezclado con las nuevas vivencias que, sobre todo mujeres, tienen actualmente en las instalaciones que en su día fueran de la obra social de la Caja y ahora de la Fundación que la malhereda.
   Por aquellos entonces, creía Klemm que tenía Ávila una “cultura autóctona propia”   que, no obstante, identificaba con la “popular castellana”. Afirmación que le servía para aseverar que las culturas que llamaba “arcaicas” también existían “desde hace mucho y muy arraigadas también en el mismo centro de España.” Con estos mimbres estableció una conclusión que quiso universal: “condiciones de vida similares pueden determinar aspectos de la cultura popular semejantes y hasta coincidentes” en lugares muy alejados. Ojalá que la nostalgia que en algunos se despierta al contemplar esas fotografías de hace ochenta años, pueda disfrutarse en el mismo edificio dentro de ocho décadas cuando alguien se detenga a mirar las imágenes que hacen hoy los fotógrafos de este tiempo que para nosotros es presente.