"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

lunes, 7 de octubre de 2013

EL ÚLTIMO PURITANO

 Seguro que los expertos en el tema son capaces de hallar múltiples conexiones entre dos figuras esenciales de la literatura norteamericana del siglo XX como son  T.S. Eliot y Gertrude Stein. Pero, quien pasee por la plaza de Tras-San Pedro, nominada del Ejército, podrá recordar que estuvo allí la casa en que durante un tiempo vivió quien fuera maestro de ambos: Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás. Vamos, George Santayana, el autor de La vida de la razón. El mismo que en nuestra ciudad da nombre, Jorge Santayana, a la principal avenida que atraviesa el Polígono de las Hervencias. Y a un Instituto de Educación Secundaria en la zona meridional de la ciudad. 
Pero, más allá de estos recuerdos, poco es lo que los abulenses sabemos de este filósofo. A pesar de que han pasado ya casi veinticinco años desde que Pedro García nos obsequiara con “El sustrato abulense de Jorge Santayana”, un libro que, además de rescatar gran parte de la inédita correspondencia del que algunos llaman “filósofo de Harvard”, recordaba los complejos lazos que lo unían a nuestra ciudad. Lazos sobre los que, por cierto, Pedro García profundizaría en otros artículos.
Tal vez sea ahora buen momento para traer a Santayana a nuestras calles. Aunque sea solo porque ahora comanda Europa quien bebe del puritanismo que tanto diseccionó nuestro paisano en un “una memoria en forma de novela”, su autobiográfico libro titulado precisamente El último puritano. Auténtico best-seller solamente superado en ventas en los Estados Unidos en el año en que se editó por Lo que el viento se llevó. Quizás esta obra del abulense disgustó a los lectores españoles de posguerra que vieron en ella la denuncia que el filósofo hacía de cualquier absolutismo moral. Incluido, pro supuesto, el que esos días imperaba en este país. O, tal vez, apesadumbró a quiénes no entendían cómo el hijo de católicos recriado entre los protestantes bostonianos prefería en la búsqueda de la vida buena el auto-conocimiento guiado por el materialismo y la ciencia. O, acaso molestó esa mixtura que su vida rezumaba entre el rigorismo y lo epicúreo. Lo que, por lo demás, no le impidió elegir un convento de monjas en Roma  para vivir los últimos años de su vida.
Quien quiera que haya leído Personas y lugares habrá podido descubrir ráfagas de deslumbrante lucidez entreveradas con el recuerdo de una infancia que nos cuenta cómo era la Ávila que quería ver finar el siglo XIX. Palabras, que sin quererlo nos muestran perspectivas diferentes de las que tan conocidas nos son sobre la España del 98. Claro que aunque reconozcamos las calles y los personajes, es esta obra una autobiografía filosófica de fácil lectura escrita por alguien que se consideró “huésped del mundo” y vivió en él con continua sensación de desarraigo. Y eso que frecuentó lugares y, sobre todo, personas que hubieran podido arraigarle. Personas con las que, como Bertrand Russell o William James tuvo una cercana familiaridad. Aún así, no abandonó la extrañeza ante el mundo en que vivía y que decidió afrontar desde una complicada heterodoxia que siempre lo acercó más a Spinoza que a Santa Teresa. Y, en medio de todo esto, Ávila siempre como referencia existencial. Quién sabe si estaría pensando en esta ciudad, a la que dedicó un capítulo específico en Personas y lugares, cuando, al ir a renovar el pasaporte,  falleció al caerse en las escaleras del consulado español en Roma.
Tal vez sea buen momento de traerlo a nuestras calles, aunque sea solo porque en un par de meses, cuando nos aprestemos al turrón, el 16 de diciembre, se cumplirán ciento cincuenta años de su nacimiento en Madrid. Qué menos que recordar al autor del poema titulado “Ávila”

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