"La perfección de la vigilancia es una suma de insidias" Foucault

miércoles, 15 de enero de 2014

SOCIEDAD EN TRANSICIÓN

Decir que una sociedad está en transición no deja de ser una obviedad pues el cambio, más allá de los deseos de los inmovilistas, es consustancial a cualquier sociedad. Hay que reconocer, no obstante, que no necesariamente todo cambio es a mejor pues hay quien, como nuestros gobiernos, se empeñan con relativo éxito en que volvamos al pasado utilizando para ello los más variopintos caminos.  Como sea, decir que nuestra sociedad está en continua transformación es necesario para comprender algunas de las cosas que nos suceden en el día a día. 
Las comunidades más “tradicionales”, aquellas en las que las relaciones se realizaban en el "cara a cara" que estudió Alfred Schütz cuando intentaba sentar las bases de la fenomenología del mundo social y las formas de la intersubjetividad, se han basado históricamente en la confianza interpersonal. Uno iba al tendero del barrio o del mercado y si no le alcanzaba con lo que llevaba en el bolsillo, se le apuntaba y no pasaba nada; dos ganaderos chocaban la mano en el mercado de los viernes, con intermediarios o sin ellos, y valía esa palabra más que cualquier papel firmado; y así sucesivamente porque la cooperación entre familias, aunque siempre de carácter técnico en la medida en que no limitaba la autonomía familiar, se consideraba un imperativo moral asentado en aquello que Durkheim llamó solidaridad mecánica. 
Pero no ocurre así en las comunidades que van de “modernas” (o lo son)  pues, como diría el jurista e historiador Henry James Summer Maine, sentando con su Ancient Law parte de las bases de la antropología, la sustitución del estatus por el contrato permite liberar a los individuos de las ataduras colectivas y asentar su actuación exclusivamente en una confianza derivada no ya de la relación personal sino del contrato mercantil entre individuos o entre estos y las instituciones. Esto es, el individualismo y las condiciones de mercado son consustanciales.
Ahora bien, en una sociedad basada en el status,  como la nuestra hasta hace cuatro días, tener padrino era condición suficiente, pero también necesaria, para ser bautizado. Valía más la posición familiar, que los méritos individuales a la hora, por ejemplo, de encontrar un trabajo. Por lo mismo, se esperaba que cualquier persona se comportase de acuerdo con esa heteroadscripción y no mancillase, perdón, el honor familiar siempre a punto de estar en entredicho. O dicho de otro modo, inherente a ese tipo de sociedad es el control social desmesurado. Como contrapartida, uno podía confiar en que si el director de una oficina bancaria le decía que guardase el dinero en un producto "preferente", allí estaría seguro; como lo estaba el coche, por decir algo, que dejaba en el taller, sin temor a que le sustituyeran una pieza nueva por otra de una chatarrería. Claro está que si uno no pertenecía a esas "familias bien" o no podía acceder a ellas por los conocidos caminos de la bragueta, debía aprender rápidamente que la opción casi exclusiva para sobrevivir era migrar.
En la sociedad del contrato mercantil la confianza, por el contrario, llega hasta donde las clausulas establecidas dicen. Ni más, ni menos. Ya puedes reclamar por las preferentes a quien considerabas como de la familia o por la avería mal arreglada. El contrato tiene sus límites y vienen delimitados en un aparataje jurídico que solamente los expertos son capaces de escrutar. Claro que se da por supuesto que ambas partes firmantes asumen los derechos de la otra parte. Lo malo ocurre, como tantas veces pasa en Ávila, cuando la tensión entre cooperación y conflicto, que diría otra vez Durkheim, se resuelve por el procedimiento que al que manda le conviene y se pasa en pocas horas del “¿cómo vas a desconfiar de mí si ya tu padre y el mío hicieron la mili juntos?” al “a mí qué me cuentas, te hubieras leído el contrato porque lo que vale es lo firmado”. Desaparecida la confianza caen, igualmente, las redes solidarias establecidas durante decenios por las diferentes familias. Así pues, ahora sí, sólo queda emigrar. En última instancia, estamos en ciudad, como todo nuestro entorno, en transición. Y, aunque no sabemos hacia dónde, se ve muy claro  dónde nos quieren llevar algunos listillos. El contrato que nos ofrecen lo dice bien claro: “la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte”. Y si no nos gusta, ya sabemos.

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